Los historiadores coinciden en que, si bien las
guerras de conquista de los españoles y portugueses y las enfermedades
produjeron estragos en la población nativa de América del Sur, el trabajo
forzoso tuvo una contundencia mayor en su disminución demográfica.
Tras muy malas experiencias, las coronas europeas
decidieron dar un cambio de rumbo asignando a los jesuitas esta misión.
Según la interpretación de
algunos autores, es como si los jesuitas hubiesen dicho:
“en Europa ya no tenemos nada más que hacer, esta
sociedad ya está corrompida por el lucro, la codicia, la crueldad.
Busquemos un lugar donde podemos hacer el ensayo de
una civilización totalmente distinta, en donde no exista el espíritu de lucro,
donde la gente trabaje solidariamente, donde nadie tenga dinero porque no lo
necesita, donde se viva como hermanos”.
Desde cierto punto de vista se
puede decir que era un régimen económico socialista, en el sentido en que nadie
tenía nada propio salvo las cosas domésticas, y todas las necesidades eran
subvenidas por la comunidad.
Vale la pena profundizar un
poco en este tema.
El contexto de época
Los historiadores coinciden en que, si bien las
guerras de conquista de los españoles y portugueses y las enfermedades
produjeron estragos en la población nativa de América del Sur, el trabajo
forzoso tuvo una contundencia mayor en su disminución demográfica.
Se calcula que a la llegada de los conquistadores,
la población indígena estimada variaría entre 20 y 40 millones, y que, por los
efectos mencionados, hacia 1800 tanto la América española como la portuguesa,
todos (europeos, aborígenes y negros), sumaban poco más de 18 millones de
habitantes.
Al “descubrimiento” de estas tierras le había
sucedido la conquista, es decir, el control político del territorio americano.
Logrado esto, los españoles se dispusieron a extraer los recursos económicos,
empleando para ello diferentes sistemas que conducirían, en pocos años, a la de
restructuración de las formas de vida de los indígenas y, en muchos casos, a la
muerte de éstos.
Los tres tipos de trabajo aborigen fueron: la mita,
el yanaconazgo y la encomienda, las dos primeras de origen incaico pre hispánico.
La mita
consistía en distribuir nativos para emplearlos en trabajos públicos: 15 días
al año en trabajos domésticos; 3 a 4 meses como pastores y 10 meses como
mineros. Se les pagaba un jornal y no podían ser escogidos para el turno
inmediato.
Cada aldea proveía al Imperio Inca de cierto número
de servidores (los mitayos), que trabajaban en los cultivos, en la reparación
de templos y caminos y participaban en las guerras, como forma de pagarle
servicios al Estado.
Los mitayos trabajaban en forma rotativa, en turnos
que duraban de una a tres semanas, y luego volvían a sus aldeas. Durante ese
lapso, el Imperio le proveía la bebida, el alimento y la vestimenta necesaria
para su trabajo.
Cuando los españoles derrotaron a los incas, se
apropiaron de ese método de explotación de los campesinos, aunque le dieron su
“toque personal”. El sistema rotativo de mitayos provistos por las comunidades
campesinas se utilizó, sobre todo, para la extracción de plata del cerro del
Potosí, en el Alto Perú (actual Bolivia).
La manutención de los trabajadores no la hacían los
españoles sino que quedaba a cargo de sus respectivas aldeas (las familias de
los trabajadores eran las encargadas del mantenimiento de ropa y alimentos).
Además, los turnos se fueron haciendo cada vez más largos y los servicios se
superponían mientras en las aldeas indígenas disminuía el número de
trabajadores y la vida de la sociedad se veía afectada.
En el yanaconazgo
se elegían en las aldeas los servidores personales (yanas o yanaconas), los que
perdían sus vínculos con las aldeas de origen y, por lo tanto, dependían para
su supervivencia exclusivamente del Imperio incaico.
Los españoles conservaron esta práctica, pero al
tomar cada vez más trabajadores y usarlos para trabajos serviles, se vela
afectada la economía comunitaria de las aldeas que cada vez perdían más mano de
obra.
La encomienda
fue una institución introducida en América por los españoles que consistía en
la cesión de un grupo de aborígenes a un español (encomendero), para que percibiera
y cobrara para sí los tributos que debían aportar los indios mediante su
trabajo. A cambio, y en teoría, el encomendero debía cuidarlos, proveerles
vestimenta y alimento, e instruirlos en la fe católica.
Con la encomienda, la Corona pretendía que se
poblaran y defendieran los territorios conquistados, sin embargo, los abusos de
los encomenderos fueron numerosos y muchos sacerdotes misioneros alzaron su voz
contra éstos, tal el caso de fray Bartolomé de Las Casas.
A pesar de algunos contactos
preliminares entre europeos e indígenas que habían sido pacíficos, los
colonizadores comenzaron a emprender una conquista belicosa y sanguinaria,
sometiendo a los nativos a través de las armas superiores y técnicas militares
europeas, y despojándoles de cualquier tesoro que fuese encontrado.
En vista
de las atrocidades que iban siendo cometidas, “los reyes y papas legislaron a favor de los indígenas, pero con poco
efecto”. La lejanía del rey, así como la falta de interés de
los conquistadores en cumplir con esta condición, convertía a la encomienda en
otra forma de explotación de los indígenas, y los abusos continuaron a lo largo de toda la
historia de la conquista.
Junto a los primeros
colonizadores llegaron religiosos de varias órdenes misioneras, principalmente franciscanos y dominicos. Su presencia se justificaba porque entre los objetivos de la conquista
americana estaba la cristianización de los pueblos dominados, pero muchos de esos
misioneros fueron complacientes con el uso de la violencia y se beneficiaron de
su explotación, llegando la corrupción a admitir a obispos esclavistas.
Poco después, preocupado con
los rumbos descontrolados que tomaba la conquista española, Carlos I
de España, llamó a los jesuitas para
que intervinieran en el proceso, mientras que Juan III
de Portugal daba las primeras
órdenes para que la evangelización de los indígenas de sus colonias fuese
también entregada a la Compañía
de Jesús.
Esta en pocos años conquistó
gran prestigio por su dinamismo y por la sólida preparación teológica y
cultural de sus miembros, que ascendieron a posiciones de importancia en el
clero y en los consejos de reyes y príncipes.
Según la interpretación de
algunos autores, es como si los jesuitas hubiesen dicho:
“en Europa ya no tenemos nada más que hacer, esta
sociedad ya está corrompida por el lucro, la codicia, la crueldad. Busquemos un
lugar donde podemos hacer el ensayo de una civilización totalmente distinta, en
donde no exista el espíritu de lucro, donde la gente trabaje solidariamente,
donde nadie tenga dinero porque no lo necesita, donde se viva como hermanos”.
Desde cierto punto de vista se
puede decir que era un régimen económico socialista, en el sentido en que nadie
tenía nada propio salvo las cosas domésticas, y todas las necesidades eran
subvenidas por la comunidad.
¿Un proyecto socialista?
La academia indica que el socialismo es un sistema de organización que desarrolla los principios de igualdad política,
social y económica de todos los seres humanos basado en la propiedad y
administración colectiva o estatal de los medios de producción y distribución
de los bienes. Algo así fue lo que intentaron los jesuitas en el Siglo XVIII en
nuestra América del Sur
Las
misiones jesuíticas más exitosas fueron las misiones guaraníes o del Paraguarí
(luego Paraguay). Por el contrario, aquellas que procuraron trabajar con grupos
semi nómades, como los pampas o los guaycurúes chaqueños, fracasaron porque sus
habitantes no se adaptaron ni a la vida sedentaria ni a la rígida organización
del trabajo que impulsaban los jesuitas.
Las misiones jesuíticas
guaraníes, llamadas también reducciones
jesuíticas guaraníes, fueron un conjunto de 30 pueblos fundados a partir del siglo
XVII por la orden
religiosa católica de la Compañía de Jesús, creada en 1540 por San Ignacio de Loyola, junto a los aborígenes guaraníes y
pueblos afines, que tenían como fin su evangelización, aunque su proyecto fuese mucho más ambicioso.
“Si por civilización entendemos el predominio del espíritu sobre
la materia, el amor a lo noble y grande sobre las tendencias bajas y viles, la
vida tranquila, laboriosa y familiar, la mezcla de placer y abnegación, de
sport y de trabajo, de paz interna y de sociabilidad sin envidias, rencores,
persecuciones y odios, no cabe la menor duda que pocas veces ha contemplado la
historia una civilización tan genuina y duradera como la que desde 1610 hasta
1768 existió en los pueblos de guaraníes”.
Llegaron
a contar con más de 150.000 indígenas que formaban así verdaderos pueblos y
contaban con una organización de avanzada, impropia de aquella situación.
El
nivel de desarrollo alcanzado particularmente por las misiones jesuíticas en lo
que se denominaba la Provincia de Paraguarí (parte de las actuales Misiones,
Corrientes, Brasil y Paraguay), no fue casual. Se trató de uno de los proyectos
políticos más ambiciosos que en el Siglo XVII se llevara a cabo por estos
pagos.
Ni
los jesuitas fueron elegidos por azar, ni el territorio y los pueblos nativos
fueron seleccionados por comodidad. Una maraña de intereses de la realeza de
España y del Vaticano pugnaba por triunfar si acertaban en sus decisiones.
Jesuitas
estudiosos, disciplinados, laboriosos y con un criterio de docencia pacífica contrastaba
con los de otras Órdenes religiosas y sus representantes en América del Sur que
se amañaron con la codicia de los militares y empresarios que solo buscaban
riqueza fácil a costa del sudor esclavo.
Guaraníes
ordenados, prolijos, amantes y respetuosos de la naturaleza, creyentes de mucha
fe de sus deidades, habilidosos y proactivos con el desarrollo de su gente,
fueron elegidos para llevar a cabo un modelo de civilización diferente, tanto
del europeo como del nativo, generando una fusión que tiene pocos antecedentes.
Un
territorio rico como la mata atlántica, y el paso estratégico en lo militar
contra las pretensiones del imperio brasileño, completaban el triángulo del
suceso.
Numerosos historiadores que han investigado sobre
los fundamentos económicos de las Misiones Jesuíticas, coinciden que el sistema
implementado en los pueblos fue el resultado de una combinación de prácticas
ancestrales de los guaraníes con el régimen vigente en el ámbito colonial
rioplatense. Las costumbres tradicionales guaraníes dominaban, toda su vida
cultural, no sólo la económica.
Ambos,
sin saber, coincidían en un modelo. El de los jesuitas era relativamente nuevo,
el de los guaraníes se había desarrollado durante milenios.
Lo que procuraron los jesuitas fue resolver el
problema del abastecimiento de los pueblos, los que, a diferencia de las
pequeñas aldeas, las “tekó-á”, no podían depender sólo de una agricultura
primitiva, complementada por la caza, la pesca y la recolección de frutos
silvestres en la selva.
Se hacía necesario organizar para cada pueblo
extensos cultivos, estancias para el ganado, organizar el régimen del trabajo y
procurar que éste fuera valorado como un acto indispensable para el bien común.
También había que disponer de excedentes y
organizar su venta para el retorno de bienes necesarios para la vida cotidiana
y el cumplimiento de los compromisos fiscales.
Los tres elementos fundamentales de la estructura
productiva de Misiones fueron la agricultura, la ganadería y las artesanías.
Para ello se formaron chacras familiares y comunales alrededor de los pueblos. El usufructo de la
vivienda era vitalicio, pero no podía transmitirse por herencia, en tanto que
el modesto mobiliario y las herramientas eran de propiedad personal.
El régimen de propiedad era
mixto, aceptando la propiedad individual privada y la propiedad colectiva.
La propiedad individual
privada se denominaba “abambaé”, o avamba´e,
y permitía que cada jefe de familia dispusiera de una chacra con la extensión
necesaria para sembrar en ella todo el cultivo indispensable para el sustento
anual familiar (maíz, batatas, mandioca, legumbres).
La propiedad colectiva o
“tierra de Dios” (tupambaé, de tupa, ‘dios’, y mbae,
‘dueño’) se utilizaba para el cultivo extensivo de algodón, caña de
azúcar, trigo y legumbres.
Generalmente existían dos campos en los que se trabajaba comunitariamente.
La producción de yerba mate y algodón requería de
especial atención. Inicialmente la yerba se extraía de los montes naturales de
la región del Mbaracayú, en el alto Paraná, pero su traslado era muy complejo y
fue suplantado por plantaciones propias de los pueblos a partir del momento que
los jesuitas descubrieron cómo formar los almácigos y cultivar los
yerbales.
Así los pueblos pudieron abastecerse de yerba y
pudieron tener un producto de intercambio ventajoso para su economía. El
algodón también revestía mucha importancia. Con sus fibras las mujeres hilaban
y tejían diferentes variedades de lienzo para las vestimentas.
La producción rural, agrícola, se complementaba con
la ganadería. Los jesuitas desde un principio llevaron animales de tiro y carga
a los pueblos para las faenas rurales. Cada pueblo tuvo sus propias estancias,
especialmente a partir de fines del siglo XVII.
Previamente se abastecían de las lejanas vaquerías
del Mar y los Pinares, cercanas al océano Atlántico. Pero algunos de ellos,
como los de las praderas meridionales (Yapeyú, La Cruz, San Miguel, Santo
Tomé), disponían de mejores pastos y mayores extensiones, por lo que producían
un número mayor de animales que el resto de los pueblos.
Un sincronizado sistema de caminos lograba agilizar
los arríos de las haciendas para que todos los pueblos contaran en su dieta
cotidiana la carne vacuna.
Las estancias de cría estaban a cargo de capataces.
Cerca de cada pueblo una estancia más pequeña servía para concentrar los
animales de servicio, como caballos, mulas, bueyes, ovejas, vacas lecheras. La
carne se faenaba a diario y se repartía entre los habitantes de cada pueblo.
En relación a las artesanías, tenían el objetivo de
cubrir todas las necesidades de la comunidad. Había fábrica de tejas,
ladrillos, baldosas, canteras donde se les daba forma a las piedras a utilizar
en las construcciones, carpinterías y herreros.
A estos talleres se les añadían los escultores de
imágenes, los “santos - apohava”, fundamentales para el proceso de
catequización de las almas guaraníes.
Pintores y plateros, juntos a los tejedores
trabajaban también en estas habitaciones que, en todos los casos, se hallaban
edificados alrededor del segundo patio de cada pueblo.
Algunas labores requerían mayor atención cuando,
por ejemplo, se trasladaba un pueblo, se reedificaba el templo o se reparaban
los techos de las viviendas familiares. Otras tenían carácter permanente como
la producción de lienzos.
Algunos maestros se especializaron en la fábrica de
retablos, imágenes y óleos. Todas estas aptitudes artísticas, como las
musicales, no eran las de simples copistas, sino que todas las obras de arte
guaraníticas tenían una fuerte impronta de su cultura, del mismo modo el estilo
arquitectónico de los pueblos.
En el año 1700, sesenta y cinco antes que en
Córdoba y ochenta antes que en Buenos Aires, los pueblos misioneros poseyeron
prensa tipográfica con la particularidad de que, si bien algunos moldes fueron
traídos de España, otros fueron fabricados en los talleres propios. La tinta
también fue elaborada por los indígenas.
Todo ello se llevó a cabo en la Reducción de Loreto
bajo la dirección de los Jesuitas Juan Bautista Neumann y José Serrano. Estos
Padres fueron, pues, los fundadores del arte tipográfico en nuestras tierras.
El poseer buenas bibliotecas fue otra preocupación
de los Misioneros. Cada pueblo contaba con la suya: Santa María la Mayor
contenía 445 volúmenes; Santos Mártires, 382; Nuestra Señora de Loreto, 315;
Corpus Christi, 460; Candelaria (asiento oficial de los Superiores Jesuitas),
atesoraba 4.725 volúmenes.
Entre 1703 y 1739 trabajó solo con sus indígenas
construyendo diversos aparatos como telescopios, un péndulo astronómico con
índice de minutos y segundos, un cuadrante astronómico con los grados divididos
de minuto en minuto.
Con estos escasos elementos compuso su “Lunario”
(1739), que alcanzó gran repercusión en América y Europa. A partir de ese
momento, contó con aparatos traídos de Europa, pues sus Superiores, al
comprender la importancia de sus investigaciones, lo apoyaron.
Lo producido en los pueblos guaraníes durante la
administración jesuítica servía tanto para el intercambio entre los pueblos,
como así también para el mercado externo. Sus excedentes los comercializaban a
través de las procuradurías de los colegios de Santa Fe y Buenos Aires. Allí
remitían sus cargas de yerba, lienzos, cueros, tabaco por vía fluvial. Con los
beneficios obtenidos se compraban los bienes que cada pueblo demandaba.
Como en las Misiones no circulaba moneda, todas las
transacciones se hacían sobre valores preestablecidos, conocidos como “pesos
huecos” o moneda de la tierra.
Por lo dicho, el sistema productivo de las
misiones, aseguraba la vinculación de las mismas con la sociedad colonial y un
funcionamiento sincrónico que permitió un desarrollo sin pausas y convirtió a
esta región en la más densamente poblada y organizada de todo el litoral
rioplatense durante el siglo XVIII.
Las misiones jesuíticas guaraníes aventajaron en casi trescientos años
al derecho del trabajo contemporáneo. Cada padre de familia, junto con esta,
debía trabajar en una chacra comunitaria.
Fijaron la jornada
laboral en seis horas diarias lo
que permitía que los indios contaran con tiempo suficiente como para su
realización de otras actividades (platería, carpintería, escultura, relojería,
imprenta, metalurgia y alfarería), entre las que se destacaron las tallas de
las obras religiosas.
Los pueblos de las misiones se autoabastecían y complementaban,
exportando los excedentes incluso hasta Potosí, y cuyos beneficios la Orden
destinaba a inversiones en otras misiones o en educación.
Hasta aquí llegaste
Cuando las monarquías
borbónicas tomaron conciencia que los jesuitas estaban creando “un imperio
dentro de otro imperio” hicieron todos los “esfuerzos y generaron todas las
presiones”, para hacer desaparecer del mapa a los Jesuitas, (abiertos
opositores a su absolutismo), fundamentado en las doctrinas regalistas en
oposición a las doctrinas populistas del padre Suárez predicadas por éstos.
Carlos III
presionó al Papa Clemente XIII para suprimir para siempre la Compañía de Jesús
mediante su disolución, a lo que el Papa se resistió hasta su fallecimiento,
acaecido en 1769. Ante esta situación y con el ánimo de influir en la elección
de un nuevo Papa en el correspondiente cónclave, Carlos III envió como
embajador a Roma a su ministro Moñino con la misión de manipular a los
cardenales para que optasen por un candidato que colaborase con su causa.
El nuevo
Papa, Clemente XIV, acosado tanto en su persona como en su entorno por los
intereses del monarca, cedió a éstos firmando el 21 de julio de 1773 el breve "Dominus ac Redemptor" por el
que se suprimía la Compañía de Jesús, sin embargo, esta supresión no llegó a
ser universal porque tanto la ortodoxa emperatriz Catalina II de Rusia como el
protestante rey Federico II de Prusia, que no reconocían a la autoridad papal.
Estos sí
tenían en gran estima por la labor educativa que los Jesuitas desarrollaban en
sus territorios, e impidieron que los obispos católicos de sus territorios
publicasen el documento supresor.
Sin su
promulgación la disposición no tenía efectos, ya que para que así fuese hubiera
debido ser notificada a los interesados.
En 1776 Federico
II de Prusia cedió a las presiones borbónicas, mientras que Catalina II hizo
caso omiso a las reclamaciones de Carlos III, por lo que los Jesuitas
subsistieron en la Rusia Blanca, región de población católica del Imperio ruso,
logrando así que la Compañía de Jesús no se extinguiese en su totalidad.
A consecuencia de
la firme decisión de la emperatriz rusa de no ejecutar el breve papal de
supresión, los Jesuitas continuaron su misión enseñando y trabajando
pastoralmente entre la población local.
El Papa Pío VII,
que sucedió a Pío VI en 1799, reconoció oficialmente a los Jesuitas que
sobrevivían en el Imperio ruso mediante el breve "Catholicae fidei" de 1801 y, posteriormente, estableció
el mismo reconocimiento al Reino de las Dos Sicilias con el breve "Per alias" de 1804.
A partir de 1800,
secretamente y con autorización del Papa, algunos ex jesuitas agregados a los
de Rusia se fueron extendiendo en comunidades por Italia, Francia, Suiza,
Bélgica y Holanda, así como por otros países donde tampoco se había publicado
el breve de extinción, como Inglaterra y Estados Unidos.
Pero aún hubo que
esperar más de 40 años (hasta agosto de 1814), para que Pío VII promulgase la
bula "Sollicitudo omnium
ecclesiarum", que derogaba lo decidido por Clemente XIV al suprimir la
Compañía, que nunca se extinguió en su totalidad.
Bibliografía
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