miércoles, 21 de noviembre de 2018

Breve historia de la economía aborigen. Acuerdos, trueques, engaños, malones y comercio.



A “los que estaban aquí” les molestaba poco la invasión de los luego llamaron huincas (blanco, usurpadorladrón y mentiroso). Desde un comienzo, salvo honrosas excepciones, fueron curiosos, amables y condescendientes con sus nuevos “vecinos”.


Cuando se conocieron fueron buenos anfitriones, cuando pasó el tiempo e intentaron doblegarlos y esclavizarlos la cosa cambió.
Las tribus de nuestra América del Sur comerciaban y guerreaban entre si desde el comienzo de sus desarrollos, ganando siempre el poderoso, sin embargo los nuevos habitantes “sabían y creían” que eran aún más poderosos.

Por eso, durante 370 años, se encargaron “de poner las cosas en su lugar”, cuando en realidad estaban “sacando las cosas de su lugar”, primero los españoles y más tarde las fuerzas nacionales criollas.
Vinieron tiempos de acuerdos a través del trueque, pero luego los convenios no se cumplieron, la cuerda de la convivencia se tensó demasiado, y las ambiciones de ambos los traicionaron.

Durante 220 años se firmaron más de 50 tratados de paz y equidad, sin embargo todo terminó resolviéndose por la fuerza, y de la manera más inequitativa.

Hoy sobreviven como saben y pueden. Hay muchos esfuerzos por lograr comercio justo basada en la reciprocidad, solidaridad y en la no acumulación. Algunos la logran, otros siguen siendo explotados, cerrando el círculo, como en los comienzos

El estudio de la historia de los Siglos XVI  al XVIII no puede hablar de “la Argentina”, ya que esta no estaba aún en la imaginación de nadie.

as provincias “arribeñas” del Virreinato del Perú (Potosí, Charcas, Chichas), habían tejido estrechas relaciones con las “abajeñas” (Tucumán, Quebrada de Humahuaca y Valles Calchaquíes), de la misma manera que sus habitantes originarios.

A lo que hoy es nuestro país, los conquistadores/invasores vinieron para expandir los territorios de los reinos europeos sin tener demasiado en cuenta que estas tierras ya tenían dueños. Dueños que de alguna manera estaban de acuerdo en compartirla, pero negados a que se las arrebaten.

Ellos tenían una determinada visión del universo que los españoles no compartían. La llegada de los extranjeros les trajo caballos y hacienda bovina y ovina que rápidamente asimilaron y también el cambio de alimentación. Para ellos disponer “graciosamente” de ganado mostrenco o cimarrón (pero que luego tendrían dueños), se hizo costumbre sin hacer demasiados esfuerzos.

Como en los 370 años que duraron las luchas desparejas de un lado y del otro (entre nativos, españoles y criollos), fueron muchas y muy diversas las situaciones, trataremos de dividir (convencionalmente), los períodos de enfrentamiento y proximidades para intentar entender mejor este segmento de nuestra historia.

El primer período iría entre el momento de la llegada de los conquistadores españoles en 1516, hasta mediados de 1776 en que se crea el Virreinato del Rio de la Plata (más de 250 años), desarrollado sobre la geografía de la búsqueda de oro y plata por los “caminos reales”, comprometiendo a los pueblos del noroeste del actual territorio argentino y parte de los caminos hacia el sur del antiguo Imperio Inca (en el oeste), y los pueblos del litoral y noreste camino a las Misiones Jesuíticas.

Pedro de Mendoza y Juan Díaz de Solís no llegaron a la “tierra de nadie”. Ellos mismos los llamaban “los naturales”, aceptando que ellos eran “los artificiales”, y que alguien había antes de su arribo.

Pero nada mas sería igual en la vida de los “naturales” a partir que adoptaron el caballo como medio de movilidad y guerra. Ampliaron sus campos de acción y se acercaron cada vez mas a la “civilización”, para bien o para mal.

Pedro de Mendoza habría traído alrededor de 70 yeguarizos en 1536, y la naturaleza favorable hizo el resto. Fue en realidad Domingo Martínez de Irala el que llevó caballos que quedaron en libertad al abandonar Irala la ciudad, dando lugar a los cimarrones.

El Virreinato de la Plata recibe vacunos por primera vez en 1549, cuando Juan Núñez de Prado introduce desde Potosí vacas y ovejas directamente a Tucumán.
En 1551 Francisco de Aguirre introduce toda su hacienda atravesando la cordillera de los Andes.

Dependiendo de la época, los aborígenes tomaban libremente de sus tierras o se los robaban a los españoles en sus malones y utilizaron el caballo para sus movimientos y sus negocios.

Si no hubiesen conocido el ganado bovino y equino tampoco se hubiesen “apropiado” de  las salinas, y logrados grandes negocios desde el monopolio de la sal, utilizada años mas tarde para la conservación de la carne.

La lana de oveja, que los aborígenes adoptaron por su ductilidad y facilidad de obtención (en reemplazo de la de llama, alpaca, guanco o vicuña), también formó parte de la economía de los nativos.

Durante muchos años más de la mitad de su actual territorio argentino, quedó inexplorado, en poder de los aborígenes. Esto fue así hasta casi cuatro siglos después de la llegada de España al Río de la Plata, sin embargo el mestizaje de la población fue inevitable.

Entre 1600 y 1640 la confrontación del mundo pararaucano llegó a su máxima expresión. Malones y arreos clandestinos eran moneda corriente.

A mediados de la década de 1750 las mujeres campesinas indígenas hilaban y tejían, particularmente ponchos de Santiago del Estero, Córdoba y San Luis.

El comercio indígena de las misiones guaraníticas que traficaban lienzos de algodón era diferente al planificado por el norte y oeste de nuestro actual territorio que lo hacían con lana de oveja y camélidos andinos.

Se construyó así una inmensa y lábil frontera en la que las relaciones entre los mundos  cristiano e “indio” dieron forma al mestizaje, la creación de nuevos vocablos (de ambos lados), la apropiación del caballo y del ganado introducidos por los europeos y, desde ya, un creciente intercambio de hábitos y costumbres que fueron desde el arte de la guerra (la destreza con las boleadoras), hasta las delicias y fusiones de los respectivos alimentos.

Los nativos solían visitar los poblados (incluso Buenos Aires Asunción o Córdoba). Una parte se asentaba en sus márgenes o se incorporaba directamente a la sociedad europea, como también muchos blancos se adentraban con frecuencia en territorio aborigen.

El comercio entre las distintas bandas era intenso y, según parece, más de una vez culminaba en choques violentos, por cuestiones de territorio o por la defensa de una aguada de una salina.

A pesar que durante la época de los Virreyes se comienza a planificar el exterminio de los indios Pampas, hubo momentos en que la comunión de las partes era posible, tal es el caso del cacique Mayupilquián, a quien el Cabildo de Buenos Aires en 1717 le confiere el título de Guarda Mayor para el control de la frontera.

Cuando la cohabitación de nativos y españoles comenzaba a comprometer los negocios, particularmente de los hacendado,  comienza en 1760 un plan sistemático, aunque no muy bien ordenado, para el exterminio del “indio”.
A partir de aquí se empieza a desarrollar la política de “indios amigos” e “indios enemigos”.

El segundo período iría desde 1776 hasta 1886, cuando finaliza a primera presidencia de Roca (110 años), desarrollado sobre dos ámbitos geográficos que hasta ese momento era ambiente “exclusivo” de los pueblos originarios:

o    El “chaco” del noreste y litoral, camino a Asunción

o  La llanura pampeana y la patagonia donde se pretendía el avance “blanco” sobre inmensas superficies de tierra, comprometiendo a los pueblos Pampa Querandí, Pehuenches y Guenaken.

En 1779 los nativos significaban casi el 60 % del actual territorio de Jujuy, quienes mantenían un activo comercio con las provincias del norte, particularmente con las compra-venta-trueque de vestimenta peruana como los tucuyos (tela de algodón), que perduró hasta las guerras por la independencia.

Al comercio criollo y español se le debe agregar el propio de los indígenas (coca, ají y textiles), con trueque por vacas, ovejas, sal y charque. El comercio entre el norte y el litoral rioplatense era activo en suelas y pellones del Tucumán que se trocaban por “efectos de Castilla”, es decir de las importaciones desde España.

Y más allá, fuera de los confines de los poblados, la traza de territorios que se dibujó con la línea de fortines daba lugar a un amplio corredor de intercambio económico y social.

Entre 1710 y 1740 las agresiones de los aborígenes chaqueños al campesinado fronterizo era moneda corriente. Hacia el sur, las actuales provincias de Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires luchaban por sus derechos de “vaquerías” (caza indiscriminada de ganado cimarrón), sin embargo ya entre 1700 y 1730 este iba desapareciendo, por aquella práctica y la captura indígena.

La extinción del ganado cimarrón cambió los hábitos de los aborígenes fronterizos que “ya no lo arriaban desde las pampas, lo cuatrereaban de las estancias cercanas”.

El poncho, una historia aparte en la economía indígena

A principios de la década de 1780, desde Córdoba y Santiago del Estero se enviaban hacia el litoral ponchos, cueros y lanas. Hacia el Alto Perú (hoy Bolivia), mulas, vacas y ponchos y hacia Cuyo y los puertos del Pacífico tejidos, sebos y grasas. Los tejidos eran bayetas (telas delgadas absorbentes de lana o algodón), picotes (tela áspera de pelo de cabra o lana de llama) y cordellate (tejido tosco de lana, cuya trama forma cordoncillo).

El comercio del poncho (palabra de origen Mapuche), merece párrafos aparte ya que significó una porción importante del comercio durante mas de 200 años.

Los primeros eran confeccionados por mujeres indígenas en rucas, sin embargo a fines del Siglo XVIII y durante el XIX, las mujeres hilaban y los hombres tejían con telares mixtos (indo españoles). La alternancia en esos puestos de trabajo dependía de las épocas. Cuando los varones estaban de arreos llevando mulas y vacas hacia el Alto Perú, o participaban en la guerra por la Independencia eran las mujeres las que esquilaban, hilaban y tejían

Los ponchos tejidos en San Luis, centro y sur de Córdoba y Santiago del Estero variaban de calidad y recibían diferentes nombres: balandranes (de origen quechua o aimara), Calamaco (pesado, rústico, económico), Labrados, Mestizos, etc. 
Los ponchos “patrios”, de color predominantemente celeste eran los proferidos por indígenas pampeanos y paisanos ya que debido a su trama cerrada impedía el paso del agua de lluvia.

En el período colonial tardío las hilanderas eran tanto blancas cautivas en las tolderías como nativas “maloquedas” (capturadas), en las estancias.

La economía campesina/indígena se caracterizaba por la posesión de una “manadita de yeguas” para la crianza de mulas y un “rebañito de ovejas” para sus tejidos.

Los nativos araucanizados y los mercaderes blancos generaron un tráfico comercial muy intenso, donde el poncho era la pieza mas preciada.

Para darnos cuenta de la importancia del negocio podemos consignar que entre 1802 y 1811 Córdoba enviaba a Buenos Aires 55.000 ponchos por año, mientras que Santiago del Estero unos 6.000, aunque las mayores ganancias eran de estos últimos por la calidad lograda.

La frontera de intereses

Entre 1750 y 1790 las relaciones en la región pampeana pasaron por buenos momentos, generándose “ferias indígenas” para que la población nativa vendiese sus productos (cueros, boleadoras, plumas, matras y ponchos).

A fines de la década de 1790, las relaciones empeoraron y los nativos lograban resistir los embates de los “blancos”, dejando afuera de la jurisdicción española las llanuras de la región chaqueña y las pampas. La frontera entre españoles/criollos y los nativos se transformó en verdaderos campos de batalla, alternando períodos de calma y agresión.

Los nativos chaqueños, en la medida que adoptaban el caballo y las ovejas, se fueron transformando en campesinos sedentarios, tanto mas cuanto mayor influencia hubiese de las misiones jesuíticas.

Los mercachifles blancos trocaban bebidas alcohólicas, yerba, tabaco y azúcar y vestimenta confeccionada por cueros, matras y ponchos.

El denominado “yugo comercial” se transformó por aquellas épocas en la principal herramienta de pacificación.

Más de 50 tratados de paz fueron firmados entre 1662 y 1884, año en que se borran las últimas esperanzas de compartir con los nativos espacios comunes en igualdad de condiciones.

Fue el cacique Tehuelche o Puelche llamado Lorenzo (Calfilquí), quien por 1790 definió claramente su postura diciendo:

Hay lugar suficiente para indios y cristianos. Armonía es posible y útil, pero si buscan pelea, tendrán pelea”.

Lamentablemente las tratativas de paz quedaron en la nada y los enfrentamientos continuaron.

Los malones, tan denostados como táctica de guerra, se entendía como una incursión sorpresiva que evitaba el contacto abierto y la batalla plena, y el arreo de ganado y la trata de cautivas se utilizaban generalmente como un modo de forzar negociaciones o hacer cumplir con los pactos.

Otra cosa era la weichan, ni mas ni menos que la guerra por el territorio y preservación de la autonomía.

Luego de la Primera Invasión Inglesa, en 1806, las comunidades indígenas de la actual Provincia de Buenos Aires, le ofrecieron al Cabildo su ayuda para derrotar “a los colorados”. En varias oportunidades se escuchó decir a los caciques Pampas, a través de sus lenguaraces,  Felipe, Catemilla, Epugner y otros, frases como estas:

§  Estamos listos para franquear gente, caballos y auxilios”

§  “Hicimos paces con ranqueles para proteger a los cristianos”

§  “Les ofrecemos veinte mil de nuestros súbditos, todos gente de guerra y cada cual con cinco caballos”

§  “Queremos pelear unidos con ustedes”

Estos ofrecimientos no fueron aceptados plenamente por los cabildantes, temerosos que miles de indígenas armados fuesen un riesgo para la tranquilidad de la ciudad. Aceptaron que custodiasen la costa de la actual provincia de Buenos Aires, sin entrar en los poblados.

El Batallón de Naturales (aún se mantenía el “reconocimiento” que eran los primeros habitantes),  combatieron a sangre y fuego a los ingleses, oportunidad en que estos fueron definitivamente rechazados. Pasado el hecho se condecoraron a los líderes aborígenes, considerados “fieles hermanos”.

En estos años las tribus pampeanas entendieron que su subsistencia dependía de lo estrecho de los lazos comerciales con la sociedad hispano-criolla.

El Coronel Pedro Andrés García fue un español que quedó a cargo, después de 1810, del Regimiento 4º, y fue comisionado a las Salinas Grandes a buscar sal (insumo estratégico para el momento), para abastecer a Buenos Aires. Este yacimiento estaba en pleno enclave de los nativos. Su segunda intención fue “detectar” a los caciques amigos y a los hostiles.

Luego de dos meses García encontró respuesta de una parcialidad para compartir las salinas, y fueron a los caciques (Epumur, Quinteleu, Pallatur y Antenau), a quienes se le escucharon estas frases dichas al Coronel:
§  “Yo fui criado donde se respeta a los mayores y se hacen parlamentos y acuerdos de los que nunca nos separamos”. 
§  “Ningún cacique va a faltar a los tratados de paz, pero que a ningún cacique ni sus gentes se estorbe por entrar a Buenos Aires” 
§  “La laguna es de todos los hombres, como los pastos del campo a los animales” 
§  “Mi padre me enseñó a respetar la tierra y a vivir en paz con todos, y nunca hacer la guerra sino en defensa. Que los que buscan pendencias salen al final descalabrados”
El Coronel García, a pesar que era desconfiado de los nativos, dejó asentado en sus notas que era “crítico de la política equivocada de los españoles de querer sujetar a los indios con las bayonetas”.

La Asamblea del año XIII los había reconocido como “hermanos” a los aborígenes, con iguales condiciones y derechos que el resto de los criollos.

Ese trato, desde ya, se otorgó solo a las naciones asimiladas o en proceso de serlo (“indios amigos”), y la exclusión continuó vigente para los “rebeldes” (chaqueños, pampeanos y patagónicos), con quienes los tratos eran esporádicos y,  habitualmente, belicosos: los huincas tenían como prioridad la lucha independentista y eso excluía la posibilidad de avanzar en la frontera.

En la frontera cuyana el fuerte de San Carlos se transformó en una verdadera feria de intercambio con los pehuenches: raciones y regalos para ellos a cambio de control y defensa de la frontera de los mapuches.

Las “consultas” de San Martín con los pehuenches (previas al Cruce de Los Andes), incluía el aporte de centenas de yeguas, ya que su sangre, carne y cueros ya formaban parte de las costumbres nativas.

Al culminar su primer período como Gobernador de Buenos Aires en 1832, Juan Manuel de Rosas organizó una campaña punitiva. En estas, según su estilo, siempre combinaba los “castigos” con negociaciones e intentos de atraer a grupos de indios “amigos”.

Para enfrentar indios con indios y tribus amigas con tribus rebeldes, Rosas entregaba “regalos” y ofrecía apoyos aquí y allá.

Aunque la campaña no se concretó enteramente por desavenencias políticas, se logró un pacto con los araucanos para contener a las agrupaciones más belicosas y sobre todo a los ranqueles. Ese pacto, la llamada “desbandada del ‘33” y la colaboración militar, permitieron a los tehuelches más pacíficos establecerse “con sus familias cerca de las poblaciones de reciente creación”. 

Los borogas o vorogas (rivales comerciales de los araucanos), lo acompañaron en su campaña, pero la deslealtad se les volvió en contra. En 1835, Calfucurá, con el visto bueno de Rosas,  les infligió una dura derrota y este logró así deshacerse de agrupaciones que le resultaban poco confiables.

Al mismo tiempo, fortalecía el establecimiento de indios amigos, como los caciques Catriel y Coliqueo. Derrotados los borogas, la dinastía de los Curá, consolidando la araucanización del Desierto, instaló sus tolderías en las cercanías del arroyo Guaminí, del llano de Masallé y del lago de Carhué. Desde esa posición estratégica, dominarían en adelante el importante lujo de mercaderías y ganado que recorría las pampas.

“El poder de los indios en la inmensa pampa es  formidable. Han construido un gran circuito mercantil que, de océano a océano, comercia con alimentos elaborados (azúcar, harina, licores), telas, cueros, plumas y pieles, ganado en pie, sal, metales preciosos (en particular, plata y piedras), adornos, ropas europeas y armas.

El negocio más redondo lo constituye la venta de ganado en el mercado chileno. La presencia es tal que, muchas veces, venden a los ‘huincas’, el hombre blanco, lo mismo que le han robado en el último malón. Las tolderías suelen recibir visitas de comerciantes y militares de las ciudades. Cipriano Catriel era un habitual visitante de Azul donde tenía una de las más importantes cuentas bancarias de la región”.

La creciente acumulación capitalista del  país de ganadería extensiva también ofrecía un derrame indeseado hacia el Desierto. La campaña de Rosas había logrado sus objetivos (habían avanzado hasta donde se lo habían propuesto), pero el esfuerzo no logró consolidarse y quien se convirtió en amo y señor de las pampas fue Calfucurá, que tejió una sólida alianza con una decena de tribus y que, con capital en el Carhué, armó el entramado de la Confederación de las Salinas Grandes.

Según cuenta Saldías, como resultado de la convivencia, los tehuelches se vieron beneficiados con la prohibición de la costumbre de trasladarlos forzados a intercambiar sus productos a Buenos Aires, iniciándose un comercio justo, que les permitió “vivir tranquilamente hasta 1852 del pastoreo y comercio de pieles”.

A partir de ese año, las contingencias políticas volvieron a la guerra a las diferentes parcialidades, que se vieron forzadas a abandonar aquella forma incipiente de comercio e industria, a la que se habían sumado los boroganos de Coliqueo, instalados en las proximidades de la frontera que patrullaron a favor de los criollos para protegerse de sus enemigos ranqueles y de Calfucurá.
Juan Calfucurá y Valentín Sayhueque (o Saihueque), los dos más importantes caciques araucano-mapuches, dominaron durante medio siglo la extensa zona que va desde el río Salado, en la provincia de Buenos Aires, hasta los valles cordilleranos del Neuquén.

En el sur, el llamado “País de las Manzanas” reunía más de treinta pueblos, la mayoría de ellos agricultores pacíficos, que sostuvieron su dominio en la región ubicada al sur del río Negro hasta  finales de la década de 1870.

Estos mantenían esporádicos contactos con los huincas y una estrecha relación con sus parientes del otro lado de la cordillera. En La Pampa, entretanto, el gran Calfucurá fue el lonco de una extensa Confederación de las Salinas Grandes, que reunía pueblos dispersos por La Punta de San Luis, La Pampa, el sur de Córdoba y el oeste y sur de Buenos Aires, y tenía como “capital” los toldos del Carhué.

Los “neuquinos” cultivaban frutas y verduras, mientras que los “pampeanos” comerciaban la sal y, en particular, vacas y caballos. Estos eran transportados a Chile, justamente, por el camino de Choele-Choel y por el río Negro, frontera natural de la Patagonia, considerada hasta la “Conquista” del Desierto como la frontera “real” del país.

Alguien recordaba en 1866:“Yo no soy muy viejo, y recuerdo que la calle denominada hoy de Rivadavia estaba poblada de roperías, talleres, platerías y talabarterías, artefactos y tejidos fabricados en Buenos Aires y en las provincias; hasta el indio pampa, que contribuía con sus mantas, riendas y otros artículos de trabajo industrial, hoy no sabe sino robar”.

En 1880 se evocaba “… hasta los años '25 o '26, los indios venían a Buenos Aires a negociar sus tejidos, mantas pampeanas, lazos, riendas, mantas, boleadoras, quillangos de zorro, liebre, gama, plumas de avestruz y otros artículos que cambiaban a comerciantes por caña, tabaco, yerba, etc.”.
A partir de 1878 y hasta 1885, Julio Argentino Roca con la excusa de “incorporar tierras incultas y ampliar la frontera agropecuaria”, la cultura comercial aborigen prácticamente fue desterrada.

La economía indígena hoy

Existe actualmente una economía indígena, basada en la reciprocidad, solidaridad y en la no acumulación. Está basada según las tradiciones en la diversidad y en conocimientos y saberes que permiten el uso y manejo de la biodiversidad, manteniendo un amplio abanico de estrategias económicas para la producción, recolección e intercambio con otras comunidades y con el mundo no indígena.

La capacidad para seleccionar y usar de manera exitosa alguna estrategias, entre muchas posibles, requiere de un conocimiento sofisticado de las condiciones ecológicas, ambientales y culturales. Ese conocimiento ha sido acumulado y trasmitido por generaciones.

Así como para la economía de mercado el eje ordenador es la acumulación, para la economía indígena el eje ordenador es la distribución

Mientras la acumulación apela al valor del individualismo, el de la distribución apela más al valor de la solidaridad.

Al enfrentarse la economía indígena de las comunidades a la economía de mercado, se empiezan a perder, en mayor o menor medida y velocidad, las formas tradicionales de vida. En un primer momento, la economía comunal trata de adaptarse, sólo comerciando con los pequeños excedentes de la producción destinada al autoconsumo.

Pero poco a poco, y a medida que se empieza a depender del consumo de bienes “foráneos” (instrumentos de trabajo, ropa, comida, e incluso armas –para cacería, o control territorial-), la necesidad de dinero se hace más apremiante, disminuye el comercio o trueque con otras comunidades.

Los indígenas, cada uno por su cuenta, empieza a ofertar tanto productos de la selva, como de las chacras, y vendiendo su fuerza de trabajo, alejándose entonces de sus comunidades por periodos cada vez más largos.

Esto tiene un costo social enorme, pues se va debilitando el sistema de reciprocidad, las formas sustentables de convivencia con la naturaleza (que limitaban la caza, la pesca y la recolección a lo únicamente necesario para la subsistencia familiar o comunal).

Se van generando crecientes diferencias entre las familias, en razón de sus vínculos con el mundo externo (maestros, promotores de salud, líderes comunitarios, artesanos, cazadores-recolectores, entre otros), generando divisiones al interior de las comunidades y organizaciones.

Algunas organizaciones indigenistas, ante este diagnóstico proponen volver al tiempo de la maloca.

La maloca es una casa comunal, un espacio sagrado, también llamada Bohío, Tambo, etc., según sea la denominación dada a este espacio ritual por cada etnia, cultura o pueblo indígena. Toda Maloca es construida por la minga de la comunidad y representa la vida misma.

 Bibliografía
DE TITTO, R.2017. Calfucurá y Sayhueque. Los emperadores del desierto. En: Rev. LEGADO. Edición Pueblos Originarios. Archivo General de la Nación. Publicación Digital Nº 5: (51-68).
FIADONE, A.E. 2017. La influencia indígena en la cultura criolla. El orejiverde. Diario de los pueblos indígenas. Edición digital nº +1229 - 22 Nov 2018
FREDKIN, R. y GARAVAGLIA, J.C. 2009. La Argentina colonial. Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 280 p.
LA NACION. 2015. Artesanías y cultivos, ejes de la economía aborigen alentada por el comercio justo - https://www.lanacion.com.ar/1835398-artesanias-y-cultivos-ejes-de-la-economia-aborigen-alentada-por-el-comercio-justo 
MARTÍNEZ SARASOLA, C. 2014. La Argentina de los caciques, o el país que no fue. Ed. Del nuevo extremo / Pueblos originarios. Buenos Aires, 432 pag.
MENDEZ, P. M. 2009. A Los tejidos indígenas en la Patagonia Argentina: cuatro siglos de comercio textil. Indiana Nº 26: (233-265). Ibero-Amerikanisches Institut Preußische
PORTAL TERRITORIO INDÍGENA Y GOBERNANZA - Economía indígena. www.territorioindigenaygobernanza.com
SOLIS, C. Hacer Historia de la Patria: De nativos a patrios de 1810. Revista Matices, Córdoba. http://www.revistamatices.com.ar/hacer-historia-de-la-patria-de-nativos-a-patrios-de-1810/


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.