A
“los que estaban aquí” les molestaba poco la invasión de los luego llamaron huincas (blanco, usurpador, ladrón y mentiroso). Desde un comienzo, salvo honrosas
excepciones, fueron curiosos, amables y condescendientes con sus nuevos
“vecinos”.
Cuando
se conocieron fueron buenos anfitriones, cuando pasó el tiempo e intentaron
doblegarlos y esclavizarlos la cosa cambió.
Las tribus de nuestra América del
Sur comerciaban y guerreaban entre si desde el comienzo de sus desarrollos,
ganando siempre el poderoso, sin embargo los nuevos habitantes “sabían y
creían” que eran aún más poderosos.
Por eso, durante 370 años, se
encargaron “de poner las cosas en su lugar”, cuando en realidad estaban
“sacando las cosas de su lugar”, primero los españoles y más tarde las fuerzas
nacionales criollas.
Vinieron
tiempos de acuerdos a través del trueque, pero luego los convenios no se
cumplieron, la cuerda de la convivencia se tensó demasiado, y las ambiciones de
ambos los traicionaron.
Durante
220 años se firmaron más de 50 tratados de paz y equidad, sin embargo todo
terminó resolviéndose por la fuerza, y de la manera más inequitativa.
Hoy
sobreviven como saben y pueden. Hay muchos esfuerzos por lograr comercio justo basada en la reciprocidad, solidaridad y en la no
acumulación. Algunos la logran, otros siguen siendo explotados, cerrando
el círculo, como en los comienzos
El estudio de la historia de los Siglos XVI al XVIII no puede hablar de “la Argentina”,
ya que esta no estaba aún en la imaginación de nadie.
as provincias “arribeñas” del Virreinato del Perú (Potosí, Charcas,
Chichas), habían tejido estrechas relaciones con las “abajeñas” (Tucumán,
Quebrada de Humahuaca y Valles Calchaquíes), de la misma manera que sus
habitantes originarios.
A lo que hoy es nuestro país, los conquistadores/invasores vinieron para
expandir los territorios de los reinos europeos sin tener demasiado en cuenta
que estas tierras ya tenían dueños. Dueños que de alguna manera estaban de
acuerdo en compartirla, pero negados a que se las arrebaten.
Ellos tenían una determinada visión del universo que los españoles no
compartían. La llegada de los extranjeros les trajo caballos y hacienda bovina
y ovina que rápidamente asimilaron y también el cambio de alimentación. Para
ellos disponer “graciosamente” de ganado mostrenco o cimarrón (pero que luego
tendrían dueños), se hizo costumbre sin hacer demasiados esfuerzos.
Como
en los 370 años que duraron las luchas desparejas de un lado y del otro (entre
nativos, españoles y criollos), fueron muchas y muy diversas las situaciones,
trataremos de dividir (convencionalmente), los períodos de enfrentamiento y
proximidades para intentar entender mejor este segmento de nuestra historia.
El primer período iría entre el momento de la llegada de los
conquistadores españoles en 1516, hasta mediados de 1776 en que se crea el
Virreinato del Rio de la Plata (más de 250 años), desarrollado sobre la
geografía de la búsqueda de oro y plata por los “caminos reales”,
comprometiendo a los pueblos del noroeste del actual territorio argentino y
parte de los caminos hacia el sur del antiguo Imperio Inca (en el oeste), y los
pueblos del litoral y noreste camino a las Misiones Jesuíticas.
Pedro de Mendoza y Juan Díaz de Solís no llegaron a la
“tierra de nadie”. Ellos mismos los llamaban “los naturales”, aceptando que ellos
eran “los artificiales”, y que alguien había antes de su arribo.
Pero nada mas sería igual en la vida de los “naturales” a
partir que adoptaron el caballo como medio de movilidad y guerra. Ampliaron sus
campos de acción y se acercaron cada vez mas a la “civilización”, para bien o
para mal.
Pedro
de Mendoza habría traído alrededor de 70 yeguarizos en 1536, y la naturaleza favorable hizo el resto. Fue en realidad Domingo Martínez de Irala el que llevó caballos que
quedaron en libertad al abandonar Irala la ciudad, dando lugar a los
cimarrones.
El Virreinato de la Plata recibe vacunos por primera vez en 1549, cuando Juan Núñez de Prado
introduce desde Potosí vacas y ovejas directamente a Tucumán.
En 1551 Francisco de Aguirre
introduce toda su hacienda atravesando la cordillera de los Andes.
Dependiendo de la época, los aborígenes tomaban libremente de
sus tierras o se los robaban a los españoles en sus malones y utilizaron el
caballo para sus movimientos y sus negocios.
Si no hubiesen conocido el ganado bovino y equino tampoco se
hubiesen “apropiado” de las salinas, y
logrados grandes negocios desde el monopolio de la sal, utilizada años mas
tarde para la conservación de la carne.
La lana de oveja, que los aborígenes adoptaron por su
ductilidad y facilidad de obtención (en reemplazo de la de llama, alpaca,
guanco o vicuña), también formó parte de la economía de los nativos.
Durante muchos años más de la mitad de su actual territorio
argentino, quedó inexplorado, en poder de los aborígenes. Esto fue así hasta
casi cuatro siglos después de la llegada de España al Río de la Plata, sin
embargo el mestizaje de la población fue inevitable.
Entre 1600 y 1640 la confrontación del mundo
pararaucano llegó a su máxima expresión. Malones y arreos clandestinos eran
moneda corriente.
A mediados de la década de 1750 las mujeres campesinas indígenas hilaban y tejían,
particularmente ponchos de Santiago del Estero, Córdoba y San Luis.
El comercio indígena de las misiones guaraníticas que
traficaban lienzos de algodón era diferente al planificado por el norte y oeste
de nuestro actual territorio que lo hacían con lana de oveja y camélidos
andinos.
Se construyó así una inmensa y lábil frontera en la que las
relaciones entre los mundos cristiano e
“indio” dieron forma al mestizaje, la creación de nuevos vocablos (de ambos
lados), la apropiación del caballo y del ganado introducidos por los europeos
y, desde ya, un creciente intercambio de hábitos y costumbres que fueron desde
el arte de la guerra (la destreza con las boleadoras), hasta las delicias y
fusiones de los respectivos alimentos.
Los nativos solían visitar los poblados (incluso Buenos Aires
Asunción o Córdoba). Una parte se asentaba en sus márgenes o se incorporaba
directamente a la sociedad europea, como también muchos blancos se adentraban
con frecuencia en territorio aborigen.
El comercio entre las distintas bandas era intenso y, según
parece, más de una vez culminaba en choques violentos, por cuestiones de
territorio o por la defensa de una aguada de una salina.
A pesar que durante la época de los Virreyes se comienza a planificar el
exterminio de los indios Pampas, hubo momentos en que la comunión de las partes
era posible, tal es el caso del cacique Mayupilquián, a quien el Cabildo de
Buenos Aires en 1717 le confiere el
título de Guarda Mayor para el control de la frontera.
Cuando la cohabitación de nativos y españoles comenzaba a comprometer
los negocios, particularmente de los hacendado, comienza en 1760 un plan sistemático, aunque no muy bien ordenado, para el
exterminio del “indio”.
A partir de aquí se empieza a desarrollar la política de “indios amigos”
e “indios enemigos”.
El segundo período iría desde 1776 hasta 1886, cuando finaliza a
primera presidencia de Roca (110 años), desarrollado sobre dos ámbitos
geográficos que hasta ese momento era ambiente “exclusivo” de los pueblos
originarios:
o
El “chaco” del noreste y litoral, camino a
Asunción
o La llanura pampeana y la patagonia donde se
pretendía el avance “blanco” sobre inmensas superficies de tierra,
comprometiendo a los pueblos Pampa Querandí, Pehuenches y Guenaken.
En 1779 los
nativos significaban casi el 60 % del actual territorio de Jujuy, quienes
mantenían un activo comercio con las provincias del norte, particularmente con
las compra-venta-trueque de vestimenta peruana como los tucuyos (tela de algodón), que perduró hasta las guerras por la
independencia.
Al comercio criollo y español se le debe agregar el propio de
los indígenas (coca, ají y textiles), con trueque por vacas, ovejas, sal y
charque. El comercio entre el norte y el litoral rioplatense era activo en
suelas y pellones del Tucumán que se trocaban por “efectos de Castilla”, es
decir de las importaciones desde España.
Y más allá, fuera de los confines de los poblados, la traza
de territorios que se dibujó con la línea de fortines daba lugar a un amplio
corredor de intercambio económico y social.
Entre 1710 y 1740 las agresiones de los aborígenes
chaqueños al campesinado fronterizo era moneda corriente. Hacia el sur, las
actuales provincias de Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires luchaban por sus
derechos de “vaquerías” (caza indiscriminada de ganado cimarrón), sin embargo
ya entre 1700 y 1730 este iba desapareciendo, por aquella práctica y la captura
indígena.
La extinción del ganado cimarrón cambió los hábitos de los
aborígenes fronterizos que “ya no lo
arriaban desde las pampas, lo cuatrereaban de las estancias cercanas”.
El poncho, una
historia aparte en la economía indígena
A principios de la década de 1780, desde Córdoba y Santiago del Estero se enviaban hacia el litoral
ponchos, cueros y lanas. Hacia el Alto Perú (hoy Bolivia), mulas, vacas y
ponchos y hacia Cuyo y los puertos del Pacífico tejidos, sebos y grasas. Los
tejidos eran bayetas (telas delgadas absorbentes de lana o algodón), picotes (tela áspera de pelo de cabra o lana de llama) y cordellate (tejido tosco de lana, cuya trama forma cordoncillo).
El comercio del poncho (palabra de origen Mapuche), merece párrafos
aparte ya que significó una porción importante del comercio durante mas de 200
años.
Los primeros eran confeccionados por mujeres indígenas en
rucas, sin embargo a fines del Siglo XVIII y durante el XIX, las mujeres
hilaban y los hombres tejían con telares mixtos (indo españoles). La
alternancia en esos puestos de trabajo dependía de las épocas. Cuando los
varones estaban de arreos llevando mulas y vacas hacia el Alto Perú, o
participaban en la guerra por la Independencia eran las mujeres las que
esquilaban, hilaban y tejían
Los ponchos tejidos en San Luis, centro y sur de Córdoba y
Santiago del Estero variaban de calidad y recibían diferentes nombres:
balandranes (de origen quechua o aimara), Calamaco (pesado, rústico,
económico), Labrados, Mestizos, etc.
Los ponchos “patrios”, de color predominantemente celeste
eran los proferidos por indígenas pampeanos y paisanos ya que debido a su trama
cerrada impedía el paso del agua de lluvia.
La economía campesina/indígena se caracterizaba por la
posesión de una “manadita de yeguas”
para la crianza de mulas y un “rebañito
de ovejas” para sus tejidos.
Los nativos araucanizados y los mercaderes blancos generaron
un tráfico comercial muy intenso, donde el poncho era la pieza mas preciada.
Para darnos cuenta de la importancia del negocio podemos
consignar que entre 1802 y 1811 Córdoba enviaba a Buenos Aires 55.000 ponchos
por año, mientras que Santiago del Estero unos 6.000, aunque las mayores
ganancias eran de estos últimos por la calidad lograda.
La frontera de
intereses
Entre 1750 y 1790 las relaciones en la región
pampeana pasaron por buenos momentos, generándose “ferias indígenas” para que
la población nativa vendiese sus productos (cueros, boleadoras, plumas, matras
y ponchos).
A fines de la década de 1790,
las relaciones empeoraron y los nativos lograban resistir los embates de los
“blancos”, dejando afuera de la jurisdicción española las llanuras de la región
chaqueña y las pampas. La frontera entre españoles/criollos y los nativos se
transformó en verdaderos campos de batalla, alternando períodos de calma y
agresión.
Los nativos chaqueños, en la medida que adoptaban el caballo
y las ovejas, se fueron transformando en campesinos sedentarios, tanto mas cuanto
mayor influencia hubiese de las misiones jesuíticas.
Los mercachifles blancos trocaban bebidas alcohólicas, yerba,
tabaco y azúcar y vestimenta confeccionada por cueros, matras y ponchos.
El denominado “yugo
comercial” se transformó por aquellas épocas en la principal herramienta de
pacificación.
Más de 50 tratados de paz fueron firmados entre 1662 y 1884, año en que
se borran las últimas esperanzas de compartir con los nativos espacios comunes
en igualdad de condiciones.
Fue el cacique Tehuelche o Puelche llamado Lorenzo (Calfilquí), quien
por 1790 definió claramente su
postura diciendo:
“Hay lugar suficiente para indios
y cristianos. Armonía es posible y útil, pero si buscan pelea, tendrán pelea”.
Lamentablemente las tratativas de paz quedaron en la nada y los
enfrentamientos continuaron.
Los malones, tan denostados como táctica de guerra, se entendía como una
incursión sorpresiva que evitaba el contacto abierto y la batalla plena, y el
arreo de ganado y la trata de cautivas se utilizaban generalmente como un modo
de forzar negociaciones o hacer cumplir con los pactos.
Otra cosa era la weichan, ni
mas ni menos que la guerra por el territorio y preservación de la autonomía.
Luego de la Primera Invasión Inglesa, en 1806, las comunidades indígenas de la actual Provincia de Buenos
Aires, le ofrecieron al Cabildo su ayuda para derrotar “a los colorados”. En varias oportunidades se escuchó decir a los
caciques Pampas, a través de sus lenguaraces,
Felipe, Catemilla, Epugner y otros, frases como estas:
§ “Estamos listos para franquear
gente, caballos y auxilios”
§ “Hicimos paces con ranqueles
para proteger a los cristianos”
§ “Les ofrecemos veinte mil de
nuestros súbditos, todos gente de guerra y cada cual con cinco caballos”
§ “Queremos pelear unidos con
ustedes”
Estos ofrecimientos no fueron aceptados plenamente por los cabildantes,
temerosos que miles de indígenas armados fuesen un riesgo para la tranquilidad
de la ciudad. Aceptaron que custodiasen la costa de la actual provincia de
Buenos Aires, sin entrar en los poblados.
El Batallón de Naturales (aún se mantenía el “reconocimiento” que eran
los primeros habitantes), combatieron a
sangre y fuego a los ingleses, oportunidad en que estos fueron definitivamente
rechazados. Pasado el hecho se condecoraron a los líderes aborígenes,
considerados “fieles hermanos”.
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En estos años las tribus pampeanas entendieron que su subsistencia
dependía de lo estrecho de los lazos comerciales con la sociedad
hispano-criolla.
El Coronel Pedro Andrés García fue un español que quedó a cargo, después
de 1810, del Regimiento 4º, y fue
comisionado a las Salinas Grandes a buscar sal (insumo estratégico para el
momento), para abastecer a Buenos Aires. Este yacimiento estaba en pleno
enclave de los nativos. Su segunda intención fue “detectar” a los caciques
amigos y a los hostiles.
Luego de dos meses García encontró respuesta de una parcialidad para
compartir las salinas, y fueron a los caciques (Epumur, Quinteleu, Pallatur y
Antenau), a quienes se le escucharon estas frases dichas al Coronel:
§ “Yo fui criado donde se
respeta a los mayores y se hacen parlamentos y acuerdos de los que nunca nos
separamos”.
§ “Ningún cacique va a faltar a
los tratados de paz, pero que a ningún cacique ni sus gentes se estorbe por
entrar a Buenos Aires”
§ “La laguna es de todos los
hombres, como los pastos del campo a los animales”
§ “Mi padre me enseñó a respetar
la tierra y a vivir en paz con todos, y nunca hacer la guerra sino en defensa.
Que los que buscan pendencias salen al final descalabrados”
El Coronel García, a pesar que era desconfiado de los nativos, dejó
asentado en sus notas que era “crítico de
la política equivocada de los españoles de querer sujetar a los indios con las
bayonetas”.
La Asamblea del año XIII los había reconocido como “hermanos”
a los aborígenes, con iguales condiciones y derechos que el resto de los criollos.
Ese trato, desde ya, se otorgó solo a las naciones asimiladas
o en proceso de serlo (“indios amigos”), y la exclusión continuó vigente para
los “rebeldes” (chaqueños, pampeanos y patagónicos), con quienes los tratos
eran esporádicos y, habitualmente,
belicosos: los huincas tenían como prioridad la lucha independentista y eso excluía
la posibilidad de avanzar en la frontera.
En la frontera cuyana el fuerte de San Carlos se transformó
en una verdadera feria de intercambio con los pehuenches: raciones y regalos
para ellos a cambio de control y defensa de la frontera de los mapuches.
Las “consultas” de San Martín con los pehuenches (previas al
Cruce de Los Andes), incluía el aporte de centenas de yeguas, ya que su sangre,
carne y cueros ya formaban parte de las costumbres nativas.
Al culminar su primer período como Gobernador de Buenos Aires
en 1832, Juan Manuel de Rosas
organizó una campaña punitiva. En estas, según su estilo, siempre combinaba los
“castigos” con negociaciones e intentos de atraer a grupos de indios “amigos”.
Para enfrentar indios con indios y tribus amigas con tribus
rebeldes, Rosas entregaba “regalos” y ofrecía apoyos aquí y allá.
Aunque la campaña no se concretó enteramente por desavenencias
políticas, se logró un pacto con los araucanos para contener a las agrupaciones
más belicosas y sobre todo a los ranqueles. Ese pacto, la llamada “desbandada del ‘33” y la colaboración
militar, permitieron a los tehuelches más pacíficos establecerse “con sus familias cerca de las poblaciones
de reciente creación”.
Los borogas o vorogas (rivales comerciales de los araucanos),
lo acompañaron en su campaña, pero la deslealtad se les volvió en contra. En 1835, Calfucurá, con el visto bueno de
Rosas, les infligió una dura derrota y
este logró así deshacerse de agrupaciones que le resultaban poco confiables.
Al mismo tiempo, fortalecía el establecimiento de indios
amigos, como los caciques Catriel y Coliqueo. Derrotados los borogas, la
dinastía de los Curá, consolidando la araucanización del Desierto, instaló sus
tolderías en las cercanías del arroyo Guaminí, del llano de Masallé y del lago
de Carhué. Desde esa posición estratégica, dominarían en adelante el importante
lujo de mercaderías y ganado que recorría las pampas.
“El poder de los
indios en la inmensa pampa es
formidable. Han construido un gran circuito mercantil que, de océano a
océano, comercia con alimentos elaborados (azúcar, harina, licores), telas,
cueros, plumas y pieles, ganado en pie, sal, metales preciosos (en particular,
plata y piedras), adornos, ropas europeas y armas.
El negocio más
redondo lo constituye la venta de ganado en el mercado chileno. La presencia es
tal que, muchas veces, venden a los ‘huincas’, el hombre blanco, lo mismo que
le han robado en el último malón. Las tolderías suelen recibir visitas de
comerciantes y militares de las ciudades. Cipriano Catriel era un habitual
visitante de Azul donde tenía una de las más importantes cuentas bancarias de
la región”.
La creciente acumulación capitalista del país de ganadería extensiva también ofrecía
un derrame indeseado hacia el Desierto. La campaña de Rosas había logrado sus
objetivos (habían avanzado hasta donde se lo habían propuesto), pero el
esfuerzo no logró consolidarse y quien se convirtió en amo y señor de las
pampas fue Calfucurá, que tejió una sólida alianza con una decena de tribus y
que, con capital en el Carhué, armó el entramado de la Confederación de las
Salinas Grandes.
Según cuenta Saldías, como
resultado de la convivencia, los tehuelches se vieron beneficiados con la
prohibición de la costumbre de trasladarlos forzados a intercambiar sus
productos a Buenos Aires, iniciándose un comercio justo, que les permitió “vivir tranquilamente hasta 1852 del
pastoreo y comercio de pieles”.
A partir de ese año, las contingencias políticas
volvieron a la guerra a las diferentes parcialidades, que se vieron forzadas a
abandonar aquella forma incipiente de comercio e industria, a la que se habían
sumado los boroganos de Coliqueo, instalados en las proximidades de la frontera
que patrullaron a favor de los criollos para protegerse de sus enemigos
ranqueles y de Calfucurá.
Juan Calfucurá y Valentín
Sayhueque (o Saihueque), los dos más importantes caciques araucano-mapuches,
dominaron durante medio siglo la extensa zona que va desde el río Salado, en la
provincia de Buenos Aires, hasta los valles cordilleranos del Neuquén.
En el sur, el llamado “País de las
Manzanas” reunía más de treinta pueblos, la mayoría de ellos agricultores
pacíficos, que sostuvieron su dominio en la región ubicada al sur del río Negro
hasta finales de la década de 1870.
Estos mantenían esporádicos
contactos con los huincas
y una estrecha
relación con sus parientes del otro lado de la cordillera. En La Pampa,
entretanto, el gran Calfucurá fue el lonco de una extensa Confederación de las Salinas Grandes,
que reunía pueblos dispersos por La Punta de San Luis, La Pampa, el sur de
Córdoba y el oeste y sur de Buenos Aires, y tenía como “capital” los toldos del
Carhué.
Los “neuquinos” cultivaban frutas
y verduras, mientras que los “pampeanos” comerciaban la sal y, en particular,
vacas y caballos. Estos eran transportados a Chile, justamente, por el camino de
Choele-Choel y por el río Negro, frontera natural de la Patagonia, considerada
hasta la “Conquista” del Desierto como la frontera “real” del país.
Alguien recordaba en 1866:“Yo no soy muy viejo, y recuerdo que la
calle denominada hoy de Rivadavia estaba poblada de roperías, talleres,
platerías y talabarterías, artefactos y tejidos fabricados en Buenos Aires y en
las provincias; hasta el indio pampa, que contribuía con sus mantas, riendas y
otros artículos de trabajo industrial, hoy no sabe sino robar”.
En 1880
se evocaba “… hasta los años '25 o '26,
los indios venían a Buenos Aires a negociar sus tejidos, mantas pampeanas,
lazos, riendas, mantas, boleadoras, quillangos de zorro, liebre, gama, plumas
de avestruz y otros artículos que cambiaban a comerciantes por caña, tabaco,
yerba, etc.”.
A
partir de 1878 y hasta 1885, Julio
Argentino Roca con la excusa de “incorporar tierras incultas y ampliar la
frontera agropecuaria”, la cultura comercial aborigen
prácticamente fue desterrada.
La
economía indígena hoy
Existe actualmente una economía indígena, basada
en la reciprocidad, solidaridad y en la no acumulación. Está basada según las
tradiciones en la diversidad y en conocimientos y saberes que
permiten el uso y manejo de la biodiversidad, manteniendo un amplio abanico de
estrategias económicas para la producción, recolección e intercambio con otras
comunidades y con el mundo no indígena.
La capacidad para seleccionar y usar de manera
exitosa alguna estrategias, entre muchas posibles, requiere de un conocimiento
sofisticado de las condiciones ecológicas, ambientales y culturales. Ese
conocimiento ha sido acumulado y trasmitido por generaciones.
Así como para la economía de mercado el eje ordenador es la acumulación, para la economía
indígena el eje ordenador es la distribución.
Mientras la acumulación apela al valor del individualismo, el de la
distribución apela más al valor de la solidaridad.
Al enfrentarse la economía indígena de las
comunidades a la economía de mercado, se empiezan a perder, en mayor o menor
medida y velocidad, las formas tradicionales de vida. En un primer momento, la
economía comunal trata de adaptarse, sólo comerciando con los pequeños
excedentes de la producción destinada al autoconsumo.
Pero poco a poco, y a medida que se empieza a
depender del consumo de bienes “foráneos” (instrumentos de trabajo, ropa,
comida, e incluso armas –para cacería, o control territorial-), la necesidad de
dinero se hace más apremiante, disminuye el comercio o trueque con otras
comunidades.
Los indígenas, cada uno por su cuenta, empieza a
ofertar tanto productos de la selva, como de las chacras, y vendiendo su fuerza
de trabajo, alejándose entonces de sus comunidades por periodos cada vez más
largos.
Esto tiene un costo social enorme, pues se va
debilitando el sistema de reciprocidad, las formas sustentables de convivencia
con la naturaleza (que limitaban la caza, la pesca y la recolección a lo
únicamente necesario para la subsistencia familiar o comunal).
Se van generando crecientes diferencias entre las
familias, en razón de sus vínculos con el mundo externo (maestros, promotores
de salud, líderes comunitarios, artesanos, cazadores-recolectores, entre
otros), generando divisiones al interior de las comunidades y organizaciones.
Algunas
organizaciones indigenistas, ante este diagnóstico proponen volver al tiempo de
la maloca.
La maloca es una casa comunal, un espacio sagrado, también llamada
Bohío, Tambo, etc., según sea la denominación dada a este espacio ritual por
cada etnia, cultura o pueblo indígena. Toda Maloca es construida por la minga de la comunidad y representa la
vida misma.
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