Las civilizaciones siempre
se desarrollaron próximas a fuentes de agua, pero la disponibilidad de esta no
siempre estuvo, mucho menos si de agua potable se trataba.
Los mas viejos hemos visto
el uso diario de los aljibes y de los pozos de agua, y en algunas regiones aún
hoy se siguen viendo y usando.
La mayor parte de los
antiguos aljibes coloniales de las viviendas hoy están adornados de flores y
enredaderas, como si quisieran permanecer en la memoria colectiva de los
pueblos. Hasta Jorge Luis Borges y Lucio V. Mansilla se ocuparon de ellos en
varios escritos.
Los fortines también
encontraron en los aljibes la fuente de subsistencia. Estos reservorios tienen
una historia muy antigua, y llegaron a nuestras tierras de la mano de los
españoles.
Los hay rústicos y los hay
lujosos, los hay diseñados y los hay improvisados, pero en su plenitud de uso
ambos sirvieron como reservas tácticas de agua y herramienta de sobrevivencia.
Si bien muchos aseguran que
los aljibes y los pozos de agua (o pozos de balde), son la misma cosa, hay
diferencias y prestaciones muy diferentes.
Veamos de que se trata.
El
origen de los aljibes
El
término aljibe ("algibe") proviene del árabe
hispano alǧúbb, algúbb,
alchub y este del árabe clásico, gubb,
que significa pozo
o fosa.
Los
antecedentes mas importantes se encuentran en los antiguos territorios del Imperio
Romano de clima semiárido,
como en las penínsulas ibérica e itálica. Allí se
construyeron grandes depósitos subterráneos donde el agua de lluvia se iba
almacenando para su posterior consumo, ya sea humano o agrícola.
El
hecho de construir depósitos subterráneos no era simplemente para aprovechar
las pendientes del terreno, sino también las bajas temperaturas del suelo
(independientemente de la externa), que disminuyen la evaporación.
Hermanos
menores de las monumentales cisternas fueron los aljibes abovedados
domiciliarios, tal como se conocen hasta ahora. Aún hoy se promociona desde el
gobierno su construcción en ciertos parajes del país donde el agua es escasa.
Aljibes
y pozos de balde ¿Son la misma cosa?
Si bien ambos pudieron tener
la misma función, su mayor diferencia es que los aljibes son pozos “ciegos” de
escasa profundidad, que se llenan aprovechando el agua de lluvia conducida por
canaletas desde los techos, mientras que los pozos de agua o pozos de balde
(llamados jagüel o jagüey), se llenan a partir de la
infiltración de las napas freáticas, es decir, con agua subterránea, y pueden
llegar a 20 metros o mas.
Los uruguayísimos Olimareños
cantan una canción de Ernesto
Luis Rodríguez y Juan
Vicente Torrealba, llamada Junto al Jagüey.
Cuando no vienen tus besos hacia los míos,
el agua sola se queda sin tu querer.
el agua sola se queda sin tu querer.
Por eso quisiera, mi dulce amada,
besarme contigo junto al jagüey.
besarme contigo junto al jagüey.
Ni uno ni otro aseguran la
potabilidad del agua. Los aljibes por tratarse de agua “estancada” con todo lo
que esto significa, y los pozos de balde por la contaminación de las napas,
particularmente a partir de los pozos ciegos o pozos negros con detritos
orgánicos, sin embargo fueron (…y aún son), la reserva táctica de agua para la
sobrevivencia.
Construcción
Un aljibe está compuesto por: el pozo propiamente dicho; el brocal o borde del mismo sobre la
superficie; el soporte que servía
para sostén del elemento de elevación; el elemento de elevación propiamente dicho y, generalmente, una tapa.
El pozo
se construía en forma de tubo, abovedado, de entre 5 y 20 metros de
profundidad, revestido de ladrillos y argamasa, e impermeabilizado internamente
con materiales finos. Generalmente tenía tapa de madera o metálica que evitaba
el ingreso de materiales indeseables y no permitía el ingreso de luz para no
desarrollar algas.
El brocal
podía ser rústico construido con ladrillos revocados, sin revocar, o cubierto
de mayólicas. Podían ser de piedras, o una verdadera obra de arte en mármol
tallado.
El soporte de elevación
estaba compuesto por horcones y un rollizo, o ejes con manivelas en forma de
torno, o columnas con arcos de mampostería o metálicos de finos herrajes, que
sostenían una roldana.
El elemento de elevación ya
sean sogas, tientos o cadenas, terminaban en un gancho que sostenía el balde
que se bajaba para recoger el agua de las profundidades.
Los
aljibes por estos pagos
Introducidos a la actual Argentina desde España a fines del período
colonial, fueron usados ampliamente durante el siglo XIX y aún hoy se los puede
ver en muchos hogares en el interior del país, que continúan utilizándolos.
A pesar de lo que
pueda creerse, los aljibes no eran para todos. Sólo las casas de los más
pudientes podían acometer una obra de esta envergadura, por lo cual es menos
habitual encontrar hoy casas con este particular componente. Lo más común para
acceder al agua en el siglo XIX era recurrir a las napas o al aguatero.
En Buenos Aires,
hacia 1826, existía una única
“fuente de agua pública”, un “pozo de balde” situado en la Plaza Mayor, a un
costado de La Recova.
El agua del aljibe
era utilizada para beber y cocinar (luego de ser hervida), mientras que la de
pozo de balde, de menor calidad, se utilizaba para el aseo corporal y la
limpieza de la casa.
En crónicas de la
época colonial puede leerse:
“El agua se usaba para lavar la ropa, los platos o los
patios, pero no se podía tomar: se bebía la que compraban al aguatero, que la
traía del río, bastante sucia”,
En la segunda mitad
del siglo XVIII se introdujo la tecnología del aljibe para conservar agua en
las viviendas, a partir de la no potabilidad de las napas y lo sucia que
resultaba la del río.
Para eso se construía
esta cisterna a la cual se conducía el agua de lluvia desde techos, terrazas y
patios, mediante cañería de hojalata y albañales.
“Las cisternas eran de planta rectangular o circular, con
piso embaldosado y paredes de ladrillo revocados para volverlas impermeables.
Su profundidad media era de 5 metros. Los más completos podían contar con
escalera para bajar, pozos de sedimentación para el polvo y nichos para colocar
velas, mientras se limpiaban.
Sobre el agujero central se colocaba un brocal, al igual
que en los pozos de balde, de allí que se le diera el mismo nombre a ambos
sistemas”
“Cuando bajaban el balde
chirriaba el eje
reseco.
Chirriaba la vieja rueda.
Chirriaban todos los fierros,
y al llegar el cubo al agua
era un claro chapoteo.
Un enérgico chapuz
y el cubo quedaba lleno,
y al subir todo goteando,
el chirriar era un lamento,
y era claro y tintineante
el copioso lagrimeo”.
Leónidas Barletta
(dramaturgo argentino)
Es presumible que, al
igual que ocurriera con otros aljibes urbanos, durante la época de la fiebre
amarilla en Buenos Aires, se tapara y se limitara su uso para evitar la
propagación del virus.
Esta epidemia se
propagó entre los años 1852 y 1871 y terminó con más de 13.000 muertos,
aproximadamente el 8 % de la población lindera al puerto, a pesar de todas las
alertas y acciones de prevención que se promovieron.
Extraer agua del
subsuelo fue una actividad habitual, pero al ser ésta ligeramente salobre no era
recomendable para el consumo. El médico José Wilde la describiría, en 1881, diciendo que el agua de los pozos
de balde, cuya profundidad variaba de 13 a 18 metros, “es salobre e inútil para casi todos los usos domésticos”.
Aún no se sabía que
lo peor era la contaminación producida por los deshechos de los pozos ciegos
cercanos, lo que produjo tremendas epidemias. Por eso se buscó llegar a la
segunda napa.
Esas excavaciones
eran los llamados “pozos de balde” o “de agua”, que tenían brocales similares a
los aljibes, con una estructura de madera o hierro desde donde colgar la
roldana para la soga y el balde.
El censo de 1887 en Buenos Aires, durante la
presidencia de Juárez Celman, indicaba que había 20.787 casas con pozos, 9.019
con aljibes y 8.817 con agua corriente.
En 1904 ya no había en Buenos Aires ningún
pozo para agua funcionando y en cambio sí lo hacían 800 aljibes. En los
inquilinatos (conventillos) aún funcionaban 193 pozos y 23 aljibes, aunque una
ordenanza municipal los prohibía desde 1894.
Pedro Arata, el
iniciador de la química municipal porteña, escribía a fines del siglo XIX:
“creemos que queda suficientemente probada la opinión
(...) que nuestras aguas de pozo son todas malas (...) No ha sido exagerada la
opinión de que somos una población que bebe sus propios excrementos”.
Arata demostró que
solo el 40% de las aguas de los aljibes eran potables, aunque el problema era
su cálculo y diseño.
“Los aljibes están lejos de llenar las condiciones
exigidas para tener una provisión abundante. Si se quisiera construir
racionalmente un aljibe, dado el número de habitantes de la casa y el consumo,
sería necesario conocer la cantidad de lluvia que cae anualmente y la superficie
de recepción. Nada de esto se tiene en cuenta.
Debe tratarse de aislar el agua de las causas posibles de
una contaminación, revistiendo el material con asfalto, brea o cemento
Portland. Construidos con ladrillos y mezcla de cal, sus paredes son permeables
a los gases del suelo, sufren la influencia de las emanaciones de letrinas y
las aguas quedan contaminadas”.
“Fuera ríe el jardín,
y parece que vibrara hasta el aire,
estremecido por la luz
que hiere el brocal de
mármol
del aljibe proverbial
en toda quinta porteña;
del viejo balde
esmaltado de rojo,
suspendido como una
cesta
del arco de hierro
calado,
desborda una verdadera
profusión
de geranios en flor”.
Revista Caras y
Caretas, 1906
Los aljibes y los animales
Tradicionalmente uno de los mayores problemas de manejo del aljibe fue
asegurar la higiene del agua. En algunas casas de vecinos importantes como la
de Azcuénaga, tenían dentro del aljibe, unas pequeñas tortugas de agua o sapos
que mantenían el agua libre de insectos. Algunos escritos mencionan, también, la
presencia de una anguila para esa misión.
Hay quienes
manifiestan que las tortugas también servían como “anuncio” sobre la calidad
del agua, ya que si esta no estaba potable las tortugas morían y aparecían
“panza arriba”.
Esta costumbre fue
narrada en varios textos por el escritor Jorge Luis Borges, quien no pudo
sustraerse de incluirla en algunos de sus poemas y cuentos.
“Mi Buenos Aires era una ciudad de casas bajas, con
patios, azoteas y aljibes. En el fondo de cada aljibe había una tortuga que
estaba de filtro porque se comía los bichos.
Al mismo tiempo, supongo, haría sus necesidades. Yo me he
criado bebiendo agua de tortuga, y mi madre, que llegó a cumplir 99 años,
también, y no nos hizo mal. En Montevideo había sapos que servían para lo
mismo.
No sé qué vida llevarían ellos, los sapos y las tortugas:
a lo mejor estaban meditando, a lo mejor lo sabían todo”.
Al final de uno de
sus cuentos, el personaje Avelino Aberrondo reflexiona sobre la idea de ese
sapo quieto en el fondo del aljibe:
“Para el encarcelado o el ciego, el tiempo fluye aguas
abajo, como por una leve pendiente. Al promediar su reclusión, Arredondo logró
más de una vez ese tiempo casi sin tiempo. En el primer patio había un aljibe
con un sapo en el fondo; nunca se le ocurrió pensar que el tiempo del sapo, que
linda con la eternidad, era lo que buscaba”.
Aljibes
famosos
Como ya vimos, fueron introducidos en la Argentina desde España a fines
del período colonial, y se usaron ampliamente durante el siglo XIX. Aún hoy se
los puede ver en muchos hogares en el interior del país, que continúan
utilizándolos.
Como dijimos, disponer de un aljibe no estaba al alcance de todos los
bolsillos.
El aljibe más lujoso se encontraba en la Calle del Empedrado (hoy
Florida 87), de Mariquita Sánchez de Thompson y el aljibe más importante de la
ciudad, de 190 varas cuadradas (133 m2), estaba en la quinta del
Parque Lezama.
Vicente Fidel López describe la
casa de Mariquita:
"Con cinco peldaños de
mármol a la entrada y tres ventanas de rejas, estaba adornada con muebles de
caoba, arañas de plata, cortinas de brocado amarillo, porcelanas, relojes
mecánicos, un clavicordio, un arpa, un laúd, sahumerios y espejos venecianos;
en el patio, azahares, un precioso aljibe
y numerosos esclavos que servían el chocolate".
Algunos de los hermosos aljibes que se
utilizaron en la época colonial, todavía se conservan en excelente estado, como
el ubicado en la casa que fue habitada por Bartolomé Mitre, transformada hoy en
museo, o en la de José Hernández, el autor del Martin Fierro.
Cuenta
Lucio V. Mansilla en sus “Memorias” que, sin duda, si algo daba importancia a
una de las moradas familiares de la calle Potosí (hoy Alsina), heredada por su tía
María Dominga Ortiz de Rozas, casada con don Tristán Nuño Valdez, era su
aljibe.
“Pocas viviendas lo
mostraban con orgullo en su patio y algunos vecinos eran conocidos por su
desfachatez de pedir muchos baldes de agua fresca, evitando de ese modo abonarle
al aguatero la que traía desde el río.
Algunos propietarios
de aljibes le ponían candado para evitar así los abusos de algunos vecinos y no
pasar por groseros o tacaños, y quizás para no oír el ruido de la cadena
pasando por la roldana a la hora de la siesta.
Esto lo tuvieron muy
en cuenta los acaudalados vecinos Manuel del Arco y Domingo de Basavilbaso,
cuyas residencias eran de las pocas que tenían aljibe. Como que la Fortaleza no
contaba con un depósito de tan imprescindible elemento, recién con Santiago de
Liniers de virrey, el 20 de octubre de 1808, se ordenó la construcción de un
aljibe”.
Dentro de Argentina hay muchos aljibes en
patios de conventos y casas antiguas de campo o casonas grandes urbanas.
Entre los más destacados se encuentra
el Aljibe de la Casa Histórica de
la Independencia en Tucumán, el que se encuentra en el Patio del Cabildo, el
del Palacio de Urquiza San José y tantos otros que se ubican en los conventos linderos con las capillas principales de las
capitales de Provincias.
Para subsistir en los
fortines del desierto, o para disponer de agua potable en conventillos o casas
de familia, los aljibes fueron la herramienta táctica necesaria.
Hoy se siguen promoviendo en
localidades de escasas precipitaciones por parte de los gobiernos provinciales
y nacionales.
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