domingo, 28 de junio de 2020

Aljibes y pozos de agua. Reservas tácticas de la historia



Las civilizaciones siempre se desarrollaron próximas a fuentes de agua, pero la disponibilidad de esta no siempre estuvo, mucho menos si de agua potable se trataba.

Los mas viejos hemos visto el uso diario de los aljibes y de los pozos de agua, y en algunas regiones aún hoy se siguen viendo y usando.

La mayor parte de los antiguos aljibes coloniales de las viviendas hoy están adornados de flores y enredaderas, como si quisieran permanecer en la memoria colectiva de los pueblos. Hasta Jorge Luis Borges y Lucio V. Mansilla se ocuparon de ellos en varios escritos.

Los fortines también encontraron en los aljibes la fuente de subsistencia. Estos reservorios tienen una historia muy antigua, y llegaron a nuestras tierras de la mano de los españoles.

Los hay rústicos y los hay lujosos, los hay diseñados y los hay improvisados, pero en su plenitud de uso ambos sirvieron como reservas tácticas de agua y herramienta de sobrevivencia.

Si bien muchos aseguran que los aljibes y los pozos de agua (o pozos de balde), son la misma cosa, hay diferencias y prestaciones muy diferentes.

Veamos de que se trata.

El origen de los aljibes
El término aljibe ("algibe") proviene del árabe hispano alǧúbb, algúbb, alchub y este del árabe clásico, gubb, que significa pozo o fosa.
Los antecedentes mas importantes se encuentran en los antiguos territorios del Imperio Romano de clima semiárido, como en las penínsulas ibérica e itálica. Allí se construyeron grandes depósitos subterráneos donde el agua de lluvia se iba almacenando para su posterior consumo, ya sea humano o agrícola.
El hecho de construir depósitos subterráneos no era simplemente para aprovechar las pendientes del terreno, sino también las bajas temperaturas del suelo (independientemente de la externa), que disminuyen la evaporación.
Hermanos menores de las monumentales cisternas fueron los aljibes abovedados domiciliarios, tal como se conocen hasta ahora. Aún hoy se promociona desde el gobierno su construcción en ciertos parajes del país donde el agua es escasa.
Aljibes y pozos de balde ¿Son la misma cosa?

Si bien ambos pudieron tener la misma función, su mayor diferencia es que los aljibes son pozos “ciegos” de escasa profundidad, que se llenan aprovechando el agua de lluvia conducida por canaletas desde los techos, mientras que los pozos de agua o pozos de balde (llamados jagüel o jagüey), se llenan a partir de la infiltración de las napas freáticas, es decir, con agua subterránea, y pueden llegar a 20 metros o mas.

Los uruguayísimos Olimareños cantan una canción de Ernesto Luis Rodríguez y Juan Vicente Torrealba, llamada Junto al Jagüey.

Cuando no vienen tus besos hacia los míos,
el agua sola se queda sin tu querer.
Por eso quisiera, mi dulce amada,
besarme contigo junto al jagüey.

Ni uno ni otro aseguran la potabilidad del agua. Los aljibes por tratarse de agua “estancada” con todo lo que esto significa, y los pozos de balde por la contaminación de las napas, particularmente a partir de los pozos ciegos o pozos negros con detritos orgánicos, sin embargo fueron (…y aún son), la reserva táctica de agua para la sobrevivencia.

Construcción

Un aljibe está compuesto por: el pozo propiamente dicho; el brocal o borde del mismo sobre la superficie; el soporte que servía para sostén del elemento de elevación; el elemento de elevación propiamente dicho y, generalmente, una tapa.

El pozo se construía en forma de tubo, abovedado, de entre 5 y 20 metros de profundidad, revestido de ladrillos y argamasa, e impermeabilizado internamente con materiales finos. Generalmente tenía tapa de madera o metálica que evitaba el ingreso de materiales indeseables y no permitía el ingreso de luz para no desarrollar algas.

El brocal podía ser rústico construido con ladrillos revocados, sin revocar, o cubierto de mayólicas. Podían ser de piedras, o una verdadera obra de arte en mármol tallado.

El soporte de elevación estaba compuesto por horcones y un rollizo, o ejes con manivelas en forma de torno, o columnas con arcos de mampostería o metálicos de finos herrajes, que sostenían  una roldana.
El elemento de elevación ya sean sogas, tientos o cadenas, terminaban en un gancho que sostenía el balde que se bajaba para recoger el agua de las profundidades.



Los aljibes por estos pagos

Introducidos a la actual Argentina desde España a fines del período colonial, fueron usados ampliamente durante el siglo XIX y aún hoy se los puede ver en muchos hogares en el interior del país, que continúan utilizándolos. 
A pesar de lo que pueda creerse, los aljibes no eran para todos. Sólo las casas de los más pudientes podían acometer una obra de esta envergadura, por lo cual es menos habitual encontrar hoy casas con este particular componente. Lo más común para acceder al agua en el siglo XIX era recurrir a las napas o al aguatero.

En Buenos Aires, hacia 1826, existía una única “fuente de agua pública”, un “pozo de balde” situado en la Plaza Mayor, a un costado de La Recova.

El agua del aljibe era utilizada para beber y cocinar (luego de ser hervida), mientras que la de pozo de balde, de menor calidad, se utilizaba para el aseo corporal y la limpieza de la casa.

En crónicas de la época colonial puede leerse:

“El agua se usaba para lavar la ropa, los platos o los patios, pero no se podía tomar: se bebía la que compraban al aguatero, que la traía del río, bastante sucia”,

En la segunda mitad del siglo XVIII se introdujo la tecnología del aljibe para conservar agua en las viviendas, a partir de la no potabilidad de las napas y lo sucia que resultaba la del río.

Para eso se construía esta cisterna a la cual se conducía el agua de lluvia desde techos, terrazas y patios, mediante cañería de hojalata y albañales.

“Las cisternas eran de planta rectangular o circular, con piso embaldosado y paredes de ladrillo revocados para volverlas impermeables. Su profundidad media era de 5 metros. Los más completos podían contar con escalera para bajar, pozos de sedimentación para el polvo y nichos para colocar velas, mientras se limpiaban.

Sobre el agujero central se colocaba un brocal, al igual que en los pozos de balde, de allí que se le diera el mismo nombre a ambos sistemas”

“Cuando bajaban el balde
 chirriaba el eje reseco.
Chirriaba la vieja rueda.
Chirriaban todos los fierros,
y al llegar el cubo al agua
era un claro chapoteo.

Un enérgico chapuz
y el cubo quedaba lleno,
y al subir todo goteando,
el chirriar era un lamento,
y era claro y tintineante
el copioso lagrimeo”.

Leónidas Barletta
(dramaturgo argentino)

Es presumible que, al igual que ocurriera con otros aljibes urbanos, durante la época de la fiebre amarilla en Buenos Aires, se tapara y se limitara su uso para evitar la propagación del virus.

Esta epidemia se propagó entre los años 1852 y 1871 y terminó con más de 13.000 muertos, aproximadamente el 8 % de la población lindera al puerto, a pesar de todas las alertas y acciones de prevención que se promovieron.

Extraer agua del subsuelo fue una actividad habitual, pero al ser ésta ligeramente salobre no era recomendable para el consumo. El médico José Wilde la describiría, en 1881, diciendo que el agua de los pozos de balde, cuya profundidad variaba de 13 a 18 metros, “es salobre e inútil para casi todos los usos domésticos”.

Aún no se sabía que lo peor era la contaminación producida por los deshechos de los pozos ciegos cercanos, lo que produjo tremendas epidemias. Por eso se buscó llegar a la segunda napa.

Esas excavaciones eran los llamados “pozos de balde” o “de agua”, que tenían brocales similares a los aljibes, con una estructura de madera o hierro desde donde colgar la roldana para la soga y el balde.

El censo de 1887 en Buenos Aires, durante la presidencia de Juárez Celman, indicaba que había 20.787 casas con pozos, 9.019 con aljibes y 8.817 con agua corriente.

En 1904 ya no había en Buenos Aires ningún pozo para agua funcionando y en cambio sí lo hacían 800 aljibes. En los inquilinatos (conventillos) aún funcionaban 193 pozos y 23 aljibes, aunque una ordenanza municipal los prohibía desde 1894.

Pedro Arata, el iniciador de la química municipal porteña, escribía a fines del siglo XIX:

“creemos que queda suficientemente probada la opinión (...) que nuestras aguas de pozo son todas malas (...) No ha sido exagerada la opinión de que somos una población que bebe sus propios excrementos”.

Arata demostró que solo el 40% de las aguas de los aljibes eran potables, aunque el problema era su cálculo y diseño.

 “Los aljibes están lejos de llenar las condiciones exigidas para tener una provisión abundante. Si se quisiera construir racionalmente un aljibe, dado el número de habitantes de la casa y el consumo, sería necesario conocer la cantidad de lluvia que cae anualmente y la superficie de recepción. Nada de esto se tiene en cuenta.

Debe tratarse de aislar el agua de las causas posibles de una contaminación, revistiendo el material con asfalto, brea o cemento Portland. Construidos con ladrillos y mezcla de cal, sus paredes son permeables a los gases del suelo, sufren la influencia de las emanaciones de letrinas y las aguas quedan contaminadas”. 
“Fuera ríe el jardín,
 y parece que vibrara hasta el aire,
estremecido por la luz
que hiere el brocal de mármol
del aljibe proverbial en toda quinta porteña;
del viejo balde esmaltado de rojo,
suspendido como una cesta
del arco de hierro calado,
desborda una verdadera profusión
 de geranios en flor”.

Revista Caras y Caretas, 1906

Los aljibes y los animales
Tradicionalmente uno de los mayores problemas de manejo del aljibe fue asegurar la higiene del agua. En algunas casas de vecinos importantes como la de Azcuénaga, tenían dentro del aljibe, unas pequeñas tortugas de agua o sapos que mantenían el agua libre de insectos. Algunos escritos mencionan, también, la presencia de una anguila para esa misión.

Hay quienes manifiestan que las tortugas también servían como “anuncio” sobre la calidad del agua, ya que si esta no estaba potable las tortugas morían y aparecían “panza arriba”.

Esta costumbre fue narrada en varios textos por el escritor Jorge Luis Borges, quien no pudo sustraerse de incluirla en algunos de sus poemas y cuentos.

“Mi Buenos Aires era una ciudad de casas bajas, con patios, azoteas y aljibes. En el fondo de cada aljibe había una tortuga que estaba de filtro porque se comía los bichos.

Al mismo tiempo, supongo, haría sus necesidades. Yo me he criado bebiendo agua de tortuga, y mi madre, que llegó a cumplir 99 años, también, y no nos hizo mal. En Montevideo había sapos que servían para lo mismo.

No sé qué vida llevarían ellos, los sapos y las tortugas: a lo mejor estaban meditando, a lo mejor lo sabían todo”. 

Al final de uno de sus cuentos, el personaje Avelino Aberrondo reflexiona sobre la idea de ese sapo quieto en el fondo del aljibe:
  
“Para el encarcelado o el ciego, el tiempo fluye aguas abajo, como por una leve pendiente. Al promediar su reclusión, Arredondo logró más de una vez ese tiempo casi sin tiempo. En el primer patio había un aljibe con un sapo en el fondo; nunca se le ocurrió pensar que el tiempo del sapo, que linda con la eternidad, era lo que buscaba”.

Aljibes famosos

Como ya vimos, fueron introducidos en la Argentina desde España a fines del período colonial, y se usaron ampliamente durante el siglo XIX. Aún hoy se los puede ver en muchos hogares en el interior del país, que continúan utilizándolos.
Como dijimos, disponer de un aljibe no estaba al alcance de todos los bolsillos. 

El aljibe más lujoso se encontraba en la Calle del Empedrado (hoy Florida 87), de Mariquita Sánchez de Thompson y el aljibe más importante de la ciudad, de 190 varas cuadradas (133 m2), estaba en la quinta del Parque Lezama.

Vicente Fidel López describe la casa de Mariquita:

"Con cinco peldaños de mármol a la entrada y tres ventanas de rejas, estaba adornada con muebles de caoba, arañas de plata, cortinas de brocado amarillo, porcelanas, relojes mecánicos, un clavicordio, un arpa, un laúd, sahumerios y espejos venecianos; en el patio, azahares, un precioso aljibe y numerosos esclavos que servían el chocolate".

Algunos de los hermosos aljibes que se utilizaron en la época colonial, todavía se conservan en excelente estado, como el ubicado en la casa que fue habitada por Bartolomé Mitre, transformada hoy en museo, o en la de José Hernández, el autor del Martin Fierro.

Cuenta Lucio V. Mansilla en sus “Memorias” que, sin duda, si algo daba importancia a una de las moradas familiares de la calle Potosí (hoy Alsina), heredada por su tía María Dominga Ortiz de Rozas, casada con don Tristán Nuño Valdez, era su aljibe.

“Pocas viviendas lo mostraban con orgullo en su patio y algunos vecinos eran conocidos por su desfachatez de pedir muchos baldes de agua fresca, evitando de ese modo abonarle al aguatero la que traía desde el río.

Algunos propietarios de aljibes le ponían candado para evitar así los abusos de algunos vecinos y no pasar por groseros o tacaños, y quizás para no oír el ruido de la cadena pasando por la roldana a la hora de la siesta.

Esto lo tuvieron muy en cuenta los acaudalados vecinos Manuel del Arco y Domingo de Basavilbaso, cuyas residencias eran de las pocas que tenían aljibe. Como que la Fortaleza no contaba con un depósito de tan imprescindible elemento, recién con Santiago de Liniers de virrey, el 20 de octubre de 1808, se ordenó la construcción de un aljibe”.

Dentro de Argentina hay muchos aljibes en patios de conventos y casas antiguas de campo o casonas grandes urbanas.

Entre los más destacados se encuentra el Aljibe de la Casa Histórica de la Independencia en Tucumán, el que se encuentra en el Patio del Cabildo, el del Palacio de Urquiza San José y tantos otros que se ubican en los conventos linderos con las capillas principales de las capitales de Provincias.
           

Para subsistir en los fortines del desierto, o para disponer de agua potable en conventillos o casas de familia, los aljibes fueron la herramienta táctica necesaria.

Hoy se siguen promoviendo en localidades de escasas precipitaciones por parte de los gobiernos provinciales y nacionales.






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