jueves, 21 de septiembre de 2017

Abandonos, traiciones, sobornos y amoríos. La muerte de Lavalle


“Una espada sin cabeza” lo llamó San Martín, o “El cóndor ciego” dijo José María Rosa sobre Juan Galo Lavalle.

Los acontecimientos les terminaron de dar la razón: valiente como pocos; políticamente incorrecto la mayor parte del tiempo; verdugo de Dorrego por “escuchar los cantos de sirena” de los porteños antifederales que todo el tiempo confundían Patria con Gobierno y “lo mandaban al frente”, amante de su tierra y de cuantas mujeres se le cruzaran, y en buena parte inquebrantable ante las ofertas de soborno del gobierno de Francia y sus adláteres locales.

Murió de una manera curiosa relatada por la historia oficial como un cuento de bandidos, y su cuerpo penó por el paisaje quebradeño para evitar el escarnio de sus enemigos.


Este es un pedacito de nuestra historia.

El contexto de la época

La Confederación Argentina estaba en guerra con la Confederación Peruano-Boliviana apoyado por los emigrados unitarios en aquel país, y bloqueado el puerto de Buenos Aires por la flota francesa que pretendía imponer condiciones al gobierno de Rosas.

Mon­te­vi­deo fue uno de los cen­tros opo­si­to­res más im­por­tan­tes, par­ti­cu­lar­men­te a tra­vés del ac­cio­nar de la lla­ma­da “Co­mi­sión Ar­gen­ti­na”, for­ma­da por emi­gra­dos ha­cia fi­nes de no­viem­bre de 1838, (Martín Rodriguez, Florencio Varela, Salvador Del Carril, Juan Bautista Alberdi, Valentín Alsina, José Rivera Indarte), con es­ca­so apo­yo ma­te­rial de Fruc­tuo­so Ri­ve­ra, el Pre­si­den­te oriental.

Los emigrados de Montevideo continuaban las intrigas en contra de Rosas, apoyados por Berón de Astrada de Corrientes, Cullen de Santa Fe, Pedro Castelli en el sur de la provincia de Buenos Aires, y Fructuoso Rivera de Uruguay, que termina declarándole la guerra a Rosas el 7 de marzo de 1839.

La Comisión Argentina, el Ejército Libertador y “los cantos de sirenas”
Aquellos unitarios emigrados a Montevideo, veían esta situación propicia para librarse de Juan Manuel de Rosas. Alberdi había puesto su pluma al servicio de las intrigas unitarias, para convencer a Lavalle (… un héroe de la independencia), de la necesidad y el “patriotismo” de invadir la Patria con un “Ejercito Libertador” pero éste no se despojaba fácilmente de su endeble patriotismo.
Lavalle estaba instalado en la Banda Oriental en su estancia El Vichadero y no entendía a esos “jóvenes intelectuales” que despreciaban a esa “esa horda de esclavos amedrentados por el tirano, que se opone a los paladines de la humanidad”.
Allá fueron a buscarlo para convencerlo por distintos medios. La “Comisión Argentina” le mando 3.500 pesos, que Lavalle devolvió ofendido. No solo eso le ofrecen los franceses, sino también contar con un alto grado de las fuerzas militares en Francia.  Alberdi insiste con su mejor pluma para convencer a Lavalle:
“Mi glorioso General: Aunque no tengo el gusto de conocerle personalmente, conozco sin embargo una parte de la historia de mi patria y conservo en mi memoria las páginas que hablan de San Lorenzo (en la que no participó Lavalle, que era cadete), Maipú, Junín Ituzaingo, etc.
Soy uno de los muchos jóvenes que hemos aprendido a venerar el nombre de Lavalle…una de las glorias americanas más puras y más bella. Decidida como está la juventud por vocación, por simpatía, por deber y por religión por decirlo así, a abrazar de nuevo la adormecida causa de la revolución americana, ella se ha acordado de los héroes de esta causa, y por tanto de usted.
Seré lacónico porque usted ama el laconismo: se trata que usted acepte la gloria que le espera y una gran misión que le llama...en esta segunda faz de la revolución de Mayo. Los laureles de Moreno y de Castelli buscan unirse en las sienes de usted a los laureles de Maipú y de Junín…
La obra inmortal de usted sufre hoy las infames hostilidades de un bárbaro…He aquí la necesidad de una cosa importante: que usted se venga a Montevideo con toda la celeridad posible, porque el momento es bello y no hay que malograrlo.
No tiene que ver el objeto con que es llamado, el de las distintas insinuaciones y solicitudes que le han sido dirigidas. Estoy persuadido de que sus oídos nunca fueron tardos cuando sonó la voz del interés y del honor de la República Argentina.” 
Tantos elogios y alabanzas levantaron tanto el concepto de sí mismo en Lavalle, que finalmente acepta bajo ciertas condiciones: “Exijo un millón de francos para los gastos de guerra que entrarán en la caja de ejército”. Lavalle acepta comandar el ejército invasor integrado por franceses y hombres al mando de Fructuoso (el “Pardejón”), Rivera. Éste, como siempre, le “haría de las suyas” intentando birlarle la gloria de la supuesta futura derrota sobre Rosas. Por otra parte, del millón de francos solicitado para el ejército, solo le llegaron 25.000 pesos.
Rosas había apodado  a Rivera el “pardejón” que significa “macho toruno que llega a encontrarse en algunas crías tan malísimo y perverso que muerde y corta el lazo, se viene sobre él y atropella a mordiscones y patadas, que jamás se domestica, y que si alguno de ellos llega a ser amansado, a lo mejor traiciona y pega una o dos patadas al jinete que lo carga, que lo ensilla o que lo monta”.
Las actitudes de Rivera, que servía y traicionaba a todos por igual, birlando lo fondos que le otorgaban los franceses, queda resumida en una frase de Lavalle: “Ofrece 1.500 hombres que no puede dar, por 200 mil patacones que desea recibir”.
Los unitarios veían que Rosas, lejos de achicarse, con el paso del tiempo se agrandaba, y Alberdi intenta “apurarle el tranco” a Lavalle a través de cartas con las “mieles del relato”. Se equivocaba Alberdi al vaticinar que a Lavalle “le esperaban en un estado maravilloso”, como se desprende de la correspondencia de Lavalle a su esposa, donde se quejaba con amargura del vacío, falta de apoyo y hostigamiento que le hacían los habitantes de la campaña bonaerense:
“Esta carta te va a hacer derramar lágrimas. No he encontrado sino hordas de esclavos, tan envilecidos como cobardes y muy contentos con sus cadenas. Es preciso que sepas que la situación de este ejército es muy crítica. En medio de territorios sublevados e indiferentes, sin base, sin punto de apoyo, la moral empieza a resentirse, y es el enemigo que más tengo que combatir. Es preciso que tengas un gran disimulo, principalmente con los franceses, pues todavía tengo esperanzas.”
“Tú no concibes muchas esperanzas porque el hecho es que los triunfos de este ejército no hacen conquistas sino entre la gente que habla: la que no habla y pelea nos es contraria, y nos hostiliza como puede. Este es el secreto origen de tantas y tantas engañosas ilusiones sobre el poder de Rosas, que nadie conoce hoy como yo.”

Lavalle tenía dos opciones: invadir por el sur de la provincia de Buenos Aires, apoyado en el complot de Pedro Castelli, o pasar a Entre Ríos aprovechando la ausencia de Pascual Echagüe, que operaba en la Banda Oriental. El 2 de julio de 1839, Lavalle se hace trasladar por la flota francesa a Martín García, que toma a pesar de la heroica resistencia en inferioridad de condiciones, hombres y armas. El 21 de julio Lavalle le escribe a Félix Frías (su mano derecha), que si bien tenía pensado desembarcar por el norte, “estando libre Castelli me voy por el Sud…este es el secreto”. 
Los emigrados unitarios dependían de “la caja” francesa que dilapidaban y Félix Frías dice: “...nos exponemos a perder la protección de Francia, sin la que la revolución está perdida”. Le ofrecían y prometían a Lavalle “de todo” menos su disposición de acompañarlo, y tampoco su propio dinero, que se lo pedían a los franceses.
Los unitarios (cómodamente instalados en Montevideo), creían que ante la sola presencia del Lavalle en suelo Argentino, el pueblo cansado del “tirano” lo destituiría, pero esos vaticinios resultaron totalmente equivocados.
Como se dijo, Lavalle podía atacar los centros rosistas de Buenos Aires, o ir limando las resistencias de los rosistas del interior, situación esta última que le resultó más fácil.

Hacia el noreste
Acompañado por varios jefes prestigiosos, entre los cuales se contaba su Jefe de Estado Mayor, el General Martiniano Chilavert, desembarcó de los transportes fluviales franceses en Entre Ríos por Puerto Ibicuy, sin embargo quedó sorprendido porque el pueblo no simpatizaba con él, trasladándose entonces a Corrientes, donde su Gobernador Pedro Ferré lo nombró Comandante del Ejército Provincial (… luego lo declararía traidor).
En febrero de 1840 invadió Entre Ríos y enfrentó al Gobernador Pascual Echagüe (reforzado por el apoyo de Rosas), en dos batallas. En Don Cristóbal  (a­rro­yo en­tre Nogo­yá y Pa­ra­ná), resultó vencedor, pero no logró destruir el ejército enemigo.
Echa­güe se re­ti­ra a Sau­ce Gran­de, (35 km al sur de Pa­ra­ná), don­de se atrin­che­ra en un te­rre­no ri­co en obs­tá­cu­los na­tu­ra­les. La­va­lle ha­ce lo pro­pio en Arro­yo Se­co, le­van­tan­do em­pa­li­za­das y em­pla­zan­do ca­ño­nes. En la batalla de Sauce Grande Lavalle fue derrotado, pero esta vez fue Echagüe quien lo dejó escapar.
Las fuerzas correntinas sólo debían ocupar Entre Ríos, pero después de las batallas de Don Cristóbal y Sauce, Lavalle cambió de idea y cruzó a la provincia de Buenos Aires, “robándole” a Ferré el ejército de correntinos.

El 16 de ju­lio, re­for­za­do por una di­vi­sión co­rren­ti­na del Ge­ne­ral Ra­mí­rez, La­va­lle ata­ca y su­fre una se­ve­ra de­rro­ta. Al no ser per­se­gui­do lo­gra re­ti­rar­se y, esa mis­ma no­che, lle­ga a Pun­ta Gor­da (hoy Dia­man­te), y pro­te­gi­do por ar­ti­lle­ría fran­quea has­ta la is­la Co­ron­da, don­de em­bar­ca en na­ves fran­ce­sas, con la in­ten­ción de con­ti­nuar la gue­rra en la pro­vin­cia de Bue­nos Ai­res.

El 5 de agos­to de 1840, el “E­jér­ci­to Li­ber­ta­dor” de­sem­bar­ca, una par­te en Isla Ba­ra­de­ro y el grueso de las tropas en San Pe­dro. Des­de allí, La­va­lle se di­ri­ge ha­cia Arre­ci­fes y lue­go, en dos co­lum­nas por Car­men y San An­to­nio de Are­co, a la Guar­dia de Lu­ján (Mer­ce­des), ma­nio­bran­do tras al­gu­nas es­ca­ra­mu­zas has­ta Mer­lo.

Se re­ti­ra ha­cia San­ta Fe es­ti­man­do erró­ne­a­men­te el número de los efec­ti­vos fe­de­ra­les, por no te­ner se­gu­ro el apo­yo fran­cés (que se ha­lla en re­tro­ce­so), y por la fal­ta de adhe­sión de los po­bla­do­res a su cau­sa.

Ese mis­mo dí­a, una pro­cla­ma de Fe­rré lo de­cla­ra trai­dor y de­ser­tor y pide su muerte, sin embargo Paz le es­cri­be a Fe­rré pi­dién­do­le que de­je sin efec­to esa con­de­na.
Lavalle acampó cerca de la Capital, esperando el pronunciamiento popular en su favor, pero el recuerdo del asesinato de Dorrego provocaba el rechazo de las poblaciones que se suponía que deberían haberlo apoyado.
Tras varias semanas de inacción, en las que el ejército de Rosas se fortaleció enormemente, retrocedió buscando enfrentar al Gobernador de Santa Fe, Juan Pablo López. Este se hizo perseguir de cerca, llevándolo cada vez más lejos de Buenos Aires.
Todos sus amigos y casi todos los historiadores lo censuraron por eso,  pero el hecho es que fue allí, junto a Buenos Aires, que se dio cuenta que no podía ganar esa guerra, simplemente, porque la opinión pública estaba a favor de sus enemigos.
Ocupó la ciudad de Santa Fe, donde tomó prisionero al General Eugenio Garzón. Allí perdió la mayor parte de sus caballos, y también se enteró de que los franceses habían llegado a un acuerdo con Rosas, entonces decidió llevar la guerra hacia las provincias no litoraleñas.
En 1840, se constituyó, bajo el liderazgo de Tucumán, la Liga del Norte (o Coalición del Norte), que desconocía a Rosas, como jefe de la Confederación Argentina, y controlaba seis provincias opositoras.
Las esperanzas militares de ese pronunciamiento se apoyaban en dos fuerzas: el "Primer Ejército Libertador", al mando de Juan Lavalle, y el "Segundo Ejército Libertador", que conducía Lamadrid. Es conocido que las desinteligencias entre ambos jefes, traducidas en maniobras desacertadas, perjudicaron profundamente la campaña.
Lavalle acordó con Lamadrid (quien ocupaba Córdoba), que se encontrarían en el límite entre las dos provincias, y partió hacia allí. 

Hacia el noroeste
Desilusionado y amargado ante el hostigamiento del grueso de los habitantes de la campaña bonaerense, Lavalle debe retirarse hacia el norte, ya que “por lo visto estaban muy conformes con la tiranía”, tal como se desprende de la amarga correspondencia a su esposa.
Al mando del ejército federal Rosas dejó como “interino al mando” al ex Presidente Oriental Oribe, que persiguió a Lavalle de tal forma que no pudo unirse a Lamadrid en tiempo y forma, viéndose a su vez impedido de dar aviso sobre su retraso, lo que llevó a Lamadrid a abandonar el punto de encuentro.
Oribe, al flanquearle el paso, obliga a Lavalle a ingresar a Córdoba por el noreste de la provincia, donde, como consecuencia de la existencia de mio-mio (una maleza tóxica para los equinos), en  los pastizales, perdió casi toda la caballada.
La desinteligencia fue fatal, y Lavalle resultó derrotado por Oribe en la Batalla de Quebracho Herrado, el 28 de noviembre de 1840. La expedición del “Ejército Libertador” terminó siendo un rotundo fracaso, y Lavalle terminó, como dijo Rosas, siendo “tomado por el rabo” en Quebracho Herrado.
Lavalle y Lamadrid terminaron encontrándose en Córdoba y decidieron continuar viaje hacia el norte. Oribe los perseguía. Lamadrid decide ir a Tucumán para reclutar un nuevo ejército en su provincia, y Lavalle, montando una campaña de distracción en la provincia de La Rioja, entretuvo al ex Presidente uruguayo. Desde La Rioja se dirigió a Tucumán, dejando a Lamadrid la responsabilidad de dirigir la campaña en Cuyo.
Oribe, que no se deja engañar, le sigue los pasos, y al frente de 2.500 hombres enfrentó a los 1.500 de Lavalle en la batalla de Famaillá en setiembre de 1841, la que resultó en una derrota para el ejército unitario, significando el fin de la Coalición del Norte. Si bien nunca lo supo, pocos días después Lamadrid era destrozado en la batalla de Rodeo del Medio, en Mendoza.
El significado histórico que se debe resaltar es que la Batalla de Rodeo del Medio fue la última de las luchas entre estas facciones por una década, y garantizaron a Rosas el dominio del territorio hasta la Batalla de Caseros en 1852.
El amor de Lavalle por la guerra le permitió huir a Salta, donde pensaba entablar una resistencia de guerrillas, pero los correntinos que había traído (sin permiso de Ferré), lo abandonaron y regresaron a su provincia a través del Chaco.
Después de la derrota sufrida en Famaillá Lavalle mandó ensillar, y con los 200 hombres que le quedaban se retiró hacia el norte.

Recorrido de las últimas excursiones armadas de Lavalle
Desesperación, amores y muerte
Era notorio que la personalidad de Lavalle había sufrido extraños cambios. Durante la batalla, según el Coronel Mariano de Gainza, se colocaba tan cerca de la línea de tiro de los cañones, que parecía buscar la muerte. Antes, durante la campaña, había perdido días preciosos enamorando a Solana Sotomayor, la mujer del gobernador riojano Tomás Brizuela.
Como toleraba todo, en su ejército cundía la indisciplina. El actor de tantas batallas se había transformado en una sombra de sí mismo, agobiado, ausente, deprimido. Ya ni siquiera vestía el uniforme.
Al llegar a Salta conoció a Damasa Boedo Arias (“Damasita”), una hermosa joven de 23 años de edad, y, enamorado de ella, se la llevó en su retirada.
Da­ma­si­ta era hi­ja del Co­ro­nel Jo­sé Fran­cis­co Boe­do y so­bri­na del doc­tor Ma­ria­no (Congre­sal de la In­de­pen­den­cia por Salta). Te­nía Da­ma­si­ta el pe­lo ru­bio pei­na­do en ban­deau, y "los ojos glau­co-azu­la­dos ve­la­dos por lar­gas pes­ta­ñas ne­gras; la bo­ca car­no­sa y pe­que­ña, y to­da aque­lla ca­be­za lu­mi­no­sa sos­te­ni­da por un cue­llo lar­go y bien plan­ta­do so­bre dos hom­bros de lí­neas hui­di­zas", des­cri­be un bió­gra­fo.
Ber­nar­do Frías, historiador salteño, en sus "Tra­di­cio­nes", di­ce que la cau­ti­vó esa "maes­tría en las li­des de las fal­das que lle­va con­si­go to­do mi­li­tar au­daz y de ojo ale­gre".
El general llegó enfermo, después de una marcha de 90 kilómetros en quince horas al tranco, los disgustos del día y el abatimiento que se había apoderado de su espíritu al ver derrumbarse todas las posibilidades de seguir la lucha.
Cuando desertó la división correntina, con los hombres que le quedaban y con Damasita, siguió a Jujuy. Su secretario Félix Frías cuenta que lo llamaba para hacerle comentarios “risueños” sobre incidencias del camino. "Esta alegría tan extraña en momentos tan críticos, era para mí el anuncio de una grandísima desgracia", testimonia Frías.
A pesar de la devoción de Frías por su jefe, que no dejaba de decirle: “La causa de la libertad se pierde, mi general, por las mujeres”.
Llegaron a San Salvador de Jujuy al anochecer del 8 de octubre, para recibir una nueva carga de malas noticias. El gobernador Roque Alvarado y la mayor parte de su gente habían resuelto escapar a Bolivia, por lo que la ciudad estaba prácticamente en poder de los rosistas.
Frías era partidario de continuar camino hacia Bolivia, pero Lavalle resolvió acampar. Eligieron los Tapiales de Castañeda, a una decena de cuadras de la ciudad, pero luego Lavalle se obstinó en dormir en una cama, y para eso se dirigió al centro con Damasita, Frías, el edecán Pedro Lacasa, el teniente Celedonio Alvarez y ocho soldados.
Tras golpear muchas puertas "que no se abrieron", arribaron, hacia las dos de la madrugada, a la casa de Zenarruza. Hasta el día antes, en esa vivienda se alojaban Alvarado y el delegado del ejército, Elías Bedoya, pero su partida presurosa la había dejado vacía y entraron.
En medio del profundo silencio comenzó a despuntar el alba del sábado 9 de octubre de 1841. Una partida federal al mando del Teniente Coronel Fortunato Blanco, llegó al paso de sus cabalgaduras cerca de la casa donde se alojaba Lavalle.
Alertado, éste se dispuso a enfrentar a la partida. De acuerdo a sus costumbres, no es extraño que se presentara en el momento de peligro sin ceñir “su” espada.
El acero, que lo acompañó en las guerras de la independencia, lo extravió su asistente en la Batalla de Famaillá, por lo cual su Secretario le obsequió una espada que fue la que le acompañó hasta su muerte.
Quería disponerlo todo por sí mismo con su arrojo y su intrepidez ante el peligro.
La historia oficial y colorida nos relató la fantasía que la partida militar tiró a través de la puerta principal y que una de esas balas mata a Lavalle pegándole en la garganta, arriba del esternón. Las últimas versiones aseguran que Lavalle se suicidó.
Lacasa salió precipitadamente y encontró a Lavalle en el zaguán de entrada, bañado en sangre, en el suelo y con los estertores de la agonía.
Algunos corrieron a incorporarse al grueso de las fuerzas que no lejos de allí estaban al mando de Pedernera, quien desde aquel momento tuvo que asumir el mando de las huestes, cada vez más diezmadas. El cadáver permaneció bastante tiempo tirado en el suelo, hasta que el General Pedernera dispuso que fuese levantado.
Estando en los preparativos para continuar la retirada, ya con el cadáver del general, se presentó Damasita ante Pedernera quien al verla le dijo:
“Mire usted, Damasita, el general ya ha muerto. Me parece por lo mismo que su presencia aquí ya no tiene objeto. Seguramente que usted desea volver al seno de su familia, y si esto es así, le haré dar todos los recursos necesarios para que usted regrese a su casa.
Pero ella, replicó: “Señor general,  cuando una joven de mi clase pierde una vez su honra, no puede volver jamás a su país. Prepáreme usted una mula para seguir yo también adelante, y vivir y morir como Dios me ayude.
Tras saber de la muerte de Lavalle, los federales ordenaron la búsqueda del cuerpo para decapitarlo y exhibir su cabeza en una pica.
Sus oficiales lograron cargar su cuerpo y dirigirse al norte a través de la Quebrada de Humahuaca. Sus restos fueron velados en una casa de Tilcara. Los calores de octubre contribuían a la descomposición del cuerpo, y en Huacalera, a orillas de un arroyo, descarnaron el cuerpo semi podrido del general, envolvieron las partes blandas en una bolsa de cuero, y las enterraron cerca de la Capilla de la Inmaculada Concepción.
El corazón fue colocado en un recipiente con aguardiente, sus huesos lavados y puestos en una caja con arena seca, y su cabeza guardada en un recipiente con miel para facilitar su manejo y posterior escondite de los federales.
Los restos fueron llevados a Potosí, donde fueron recibidos el 22 de octubre con grandes honores por el Gobierno boliviano, y finalmente inhumados en la Catedral.
La misión se ha cumplido. Los restos de Lavalle se han salvado y también se han salvado ellos. Frías recordará siempre esas jornadas dominadas por el extravío del miedo, el dolor y la derrota. La caravana había cubierto más de 850 km.

Las versiones de su muerte
Nadie estaba junto a Lavalle en el momento en que murió, de modo que el hecho sigue, hasta la fecha, rodeado de misterios versiones y conjeturas:
·         Un disparo atravesó la puerta e hizo impacto en la garganta del General, quien en esos momentos se acercaba al zaguán. Esta versión está descartada ya  que la débil bala de una tercerola (arma de fuego de escaso poder usada por la caballería, que es un tercio más corta que una carabina), atravesara esa madera gruesa y maciza.
·         La bala de la tercerola entró por el agujero de la llave e impactó sobre Lavalle, versión esta que también fue descartada debido a las pruebas balísticas, que demuestran que el diámetro de los proyectiles de ese arma no podría haber atravesado la cerradura. Se dice que los integrantes de la partida ignoraron las consecuencias de sus tiros.
Cuando la noticia trascendió, el soldado José Bracho se atribuyó la autoría. Durante algún tiempo, Bracho disfrutó de los honores del Restaurador, hasta que se supo que mentía, motivo por el cual los honores se trasladaron al jefe de la partida, Fortunato Blanco.
·         Lavalle se suicidó agobiado por las derrotas y devastado psicológicamente. Sus soldados, en un pacto de silencio que cumplieron religiosamente, acordaron aferrarse a la tradicional versión del tiro casual en el zaguán.
Félix Frías, católico ferviente, y sus camaradas, no podrían difundir que un General de la Nación se habría suicidado, con todo lo que ello implica en los códigos militares. Ninguno de sus colaboradores lo dice, pero es muy probable que se hayan juramentado hacer silencio porque el suicidio de un militar era (y es), un deshonor.


Esta última versión de José María Rosa tiene sus fundamentos, en su libro de 1967, "El cóndor ciego", tras estudiar detenidamente los documentos.
Una leyenda de los aborígenes jujeños relata que sacar los ojos a un cóndor es un juego brutal entre los habitantes de la quebrada. El ave remonta recta en busca de una luz que no encuentra, vuela cada vez más alto, más allá de los montes y de las nubes, sin ver nada, sin poder hacer pie, sin contar con nada más que su impulso de acero, hasta que la desesperación porque comprende que le han quitado la luz para siempre, la hace precipitarse desde la inmensa altura para caer muerta muy cerca del sitio donde la remontaron sus bárbaros cegadores.

Esa comparación hace José María Rosa con Lavalle. Sus últimos tiempos de fracasos militares e incomprensiones políticas lo cegaron, y visto que la situación no tenía vuelta decidió quitarse la vida.
Los restos del “Rey de los arenales de Moquehuá”, el “Granadero imbatible”, el “León de Riobamba”, fueron trasladados a Valparaíso, Chile, en 1842 de donde se exhumaron en 1860, para ser traídos a la Argentina.
El 31 de diciembre de ese año llegaron a Rosario y fueron trasladados a Buenos Aires a bordo del vapor a ruedas Guardia Nacional. El 19 de enero de 1861 fueron inhumados en el Cementerio de la Recoleta, donde se encuentran actualmente.


         
Iglesia de Huacalera en la que se enterraron los tejidos blandos y vísceras 
del cuerpo descarnado de Lavalle


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