“Una espada sin cabeza” lo llamó San Martín, o “El cóndor ciego” dijo José María Rosa sobre Juan Galo Lavalle.
Los acontecimientos
les terminaron de dar la razón: valiente como pocos; políticamente incorrecto
la mayor parte del tiempo; verdugo de Dorrego por “escuchar los cantos de
sirena” de los porteños antifederales que todo el tiempo confundían Patria con
Gobierno y “lo mandaban al frente”, amante de su tierra y de cuantas mujeres se
le cruzaran, y en buena parte inquebrantable ante las ofertas de soborno del
gobierno de Francia y sus adláteres locales.
Murió de una manera
curiosa relatada por la historia oficial como un cuento de bandidos, y su
cuerpo penó por el paisaje quebradeño para evitar el escarnio de sus enemigos.
Este es un pedacito
de nuestra historia.
El contexto de la
época
La Confederación Argentina estaba en guerra
con la Confederación Peruano-Boliviana apoyado por los emigrados unitarios en
aquel país, y bloqueado
el puerto de Buenos Aires por la flota francesa que pretendía imponer condiciones al
gobierno de Rosas.
Montevideo fue
uno de los centros opositores más importantes, particularmente a
través del accionar de la llamada “Comisión Argentina”, formada por
emigrados hacia fines de noviembre de 1838, (Martín Rodriguez, Florencio Varela, Salvador Del Carril, Juan
Bautista Alberdi, Valentín Alsina, José Rivera Indarte), con escaso apoyo material
de Fructuoso Rivera, el Presidente oriental.
Los emigrados de Montevideo continuaban las intrigas en
contra de Rosas, apoyados por Berón de Astrada de Corrientes, Cullen de Santa Fe, Pedro Castelli en el sur de
la provincia de Buenos Aires, y Fructuoso Rivera de Uruguay, que termina declarándole
la guerra a Rosas el 7
de marzo de 1839.
La Comisión Argentina, el Ejército Libertador y “los cantos
de sirenas”
Aquellos unitarios emigrados
a Montevideo, veían esta situación propicia para librarse de Juan Manuel de
Rosas. Alberdi había puesto su pluma al servicio de las intrigas unitarias,
para convencer a Lavalle (… un héroe de la independencia), de la necesidad y el
“patriotismo” de invadir la Patria con un “Ejercito Libertador” pero éste no se
despojaba fácilmente de su endeble patriotismo.
Lavalle estaba instalado en
la Banda Oriental en su estancia El Vichadero y no entendía a esos “jóvenes
intelectuales” que despreciaban a esa “esa
horda de esclavos amedrentados por el tirano, que se opone a los paladines de
la humanidad”.
Allá fueron a buscarlo para
convencerlo por distintos medios. La “Comisión Argentina” le mando 3.500 pesos,
que Lavalle devolvió ofendido. No solo eso le ofrecen los franceses, sino
también contar con un alto grado de las fuerzas militares en Francia. Alberdi insiste con su mejor pluma para
convencer a Lavalle:
“Mi glorioso General:
Aunque no tengo el gusto de conocerle personalmente, conozco sin embargo una
parte de la historia de mi patria y conservo en mi memoria las páginas que
hablan de San Lorenzo (en la que no
participó Lavalle, que era cadete), Maipú, Junín Ituzaingo, etc.
Soy uno de los muchos
jóvenes que hemos aprendido a venerar el nombre de Lavalle…una de las glorias
americanas más puras y más bella. Decidida como está la juventud por vocación,
por simpatía, por deber y por religión por decirlo así, a abrazar de nuevo la
adormecida causa de la revolución americana, ella se ha acordado de los héroes
de esta causa, y por tanto de usted.
Seré lacónico porque
usted ama el laconismo: se trata que usted acepte la gloria que le espera y una
gran misión que le llama...en esta segunda faz de la revolución de Mayo. Los
laureles de Moreno y de Castelli buscan unirse en las sienes de usted a los
laureles de Maipú y de Junín…
La obra inmortal de
usted sufre hoy las infames hostilidades de un bárbaro…He aquí la necesidad de
una cosa importante: que usted se venga a Montevideo con toda la celeridad
posible, porque el momento es bello y no hay que malograrlo.
No tiene que ver el
objeto con que es llamado, el de las distintas insinuaciones y solicitudes que
le han sido dirigidas. Estoy persuadido de que sus oídos nunca fueron tardos cuando
sonó la voz del interés y del honor de la República Argentina.”
Tantos
elogios y alabanzas levantaron tanto el concepto de sí mismo en Lavalle, que
finalmente acepta bajo ciertas condiciones: “Exijo un millón de francos
para los gastos de guerra que entrarán en la caja de ejército”. Lavalle
acepta comandar el ejército invasor integrado por franceses y hombres al mando
de Fructuoso (el “Pardejón”), Rivera. Éste, como siempre, le “haría de las
suyas” intentando birlarle la gloria de la supuesta futura derrota sobre Rosas.
Por otra parte, del millón de francos solicitado para el ejército, solo le
llegaron 25.000 pesos.
Rosas había apodado a Rivera el “pardejón” que significa “macho toruno que
llega a encontrarse en algunas crías tan malísimo y perverso que muerde y corta
el lazo, se viene sobre él y atropella a mordiscones y patadas, que jamás se
domestica, y que si alguno de ellos llega a ser amansado, a lo mejor traiciona
y pega una o dos patadas al jinete que lo carga, que lo ensilla o que lo monta”.
Las actitudes de Rivera, que
servía y traicionaba a todos por igual, birlando lo fondos que le otorgaban los
franceses, queda resumida en una frase de Lavalle: “Ofrece 1.500 hombres que no
puede dar, por 200 mil patacones que desea recibir”.
Los unitarios veían que
Rosas, lejos de achicarse, con el paso del tiempo se agrandaba, y Alberdi
intenta “apurarle el tranco” a Lavalle a través de cartas con las “mieles del
relato”. Se equivocaba Alberdi al vaticinar que a Lavalle “le esperaban en un estado maravilloso”, como se desprende de la
correspondencia de Lavalle a su esposa, donde se quejaba con amargura del
vacío, falta de apoyo y hostigamiento que le hacían los habitantes de la
campaña bonaerense:
“Esta carta te va a
hacer derramar lágrimas. No he encontrado sino hordas de esclavos, tan
envilecidos como cobardes y muy contentos con sus cadenas. Es preciso que sepas
que la situación de este ejército es muy crítica. En medio de territorios
sublevados e indiferentes, sin base, sin punto de apoyo, la moral empieza a
resentirse, y es el enemigo que más tengo que combatir. Es preciso que tengas
un gran disimulo, principalmente con los franceses, pues todavía tengo
esperanzas.”
“Tú no concibes
muchas esperanzas porque el hecho es que los triunfos de este ejército no hacen
conquistas sino entre la gente que habla: la que no habla y pelea nos es
contraria, y nos hostiliza como puede. Este es el secreto origen de tantas y
tantas engañosas ilusiones sobre el poder de Rosas, que nadie conoce hoy como
yo.”
Lavalle tenía dos opciones: invadir por el sur de la
provincia de Buenos Aires, apoyado en el complot de Pedro Castelli, o pasar a
Entre Ríos aprovechando la ausencia de Pascual Echagüe, que operaba en la Banda
Oriental. El 2 de julio de 1839, Lavalle se hace trasladar por la flota
francesa a Martín
García, que toma a pesar de la heroica resistencia en inferioridad
de condiciones, hombres y armas. El 21 de julio Lavalle le escribe a Félix
Frías (su mano derecha), que si bien tenía pensado desembarcar por el norte, “estando libre Castelli me
voy por el Sud…este es el secreto”.
Los emigrados unitarios dependían de “la caja” francesa que
dilapidaban y Félix Frías dice: “...nos
exponemos a perder la protección de Francia, sin la que la revolución está
perdida”. Le ofrecían y prometían
a Lavalle “de todo” menos su disposición de acompañarlo, y tampoco su propio
dinero, que se lo pedían a los franceses.
Los unitarios (cómodamente instalados en Montevideo), creían
que ante la sola presencia del Lavalle en suelo Argentino, el pueblo cansado
del “tirano” lo destituiría, pero esos vaticinios resultaron totalmente
equivocados.
Como se dijo, Lavalle podía atacar los centros rosistas de
Buenos Aires, o ir limando las resistencias de los rosistas del interior,
situación esta última que le resultó más fácil.
Hacia
el noreste
Acompañado por
varios jefes prestigiosos, entre los cuales se contaba su Jefe de Estado Mayor, el General Martiniano Chilavert, desembarcó de los transportes fluviales franceses en Entre Ríos por
Puerto Ibicuy, sin embargo quedó sorprendido porque el pueblo no simpatizaba
con él, trasladándose entonces a Corrientes, donde su
Gobernador Pedro Ferré lo nombró Comandante del Ejército Provincial (…
luego lo declararía traidor).
En febrero de 1840 invadió Entre Ríos
y enfrentó al Gobernador Pascual Echagüe (reforzado por el apoyo de Rosas), en dos batallas. En Don Cristóbal (arroyo entre
Nogoyá y Paraná), resultó vencedor, pero no logró destruir el
ejército enemigo.
Echagüe se retira
a Sauce Grande, (35 km al sur de Paraná), donde se atrinchera en un terreno
rico en obstáculos naturales. Lavalle hace lo propio en Arroyo Seco,
levantando empalizadas y emplazando cañones. En la batalla de Sauce Grande Lavalle fue derrotado,
pero esta vez fue Echagüe quien lo dejó escapar.
Las
fuerzas correntinas sólo debían ocupar Entre Ríos, pero después de las batallas
de Don
Cristóbal y Sauce, Lavalle cambió de idea y cruzó a la provincia de
Buenos Aires,
“robándole” a Ferré el ejército de correntinos.
El 16 de julio, reforzado
por una división correntina del General Ramírez, Lavalle ataca y sufre
una severa derrota. Al no ser perseguido logra retirarse y, esa misma
noche, llega a Punta Gorda (hoy Diamante), y protegido por artillería
franquea hasta la isla Coronda, donde embarca en naves francesas,
con la intención de continuar la guerra en la provincia de Buenos Aires.
El 5 de agosto de
1840, el “Ejército Libertador” desembarca, una parte en Isla Baradero
y el grueso de las tropas en San Pedro. Desde allí, Lavalle se dirige hacia
Arrecifes y luego, en dos columnas por Carmen y San Antonio de Areco,
a la Guardia de Luján (Mercedes), maniobrando tras algunas escaramuzas
hasta Merlo.
Se retira hacia
Santa Fe estimando erróneamente el número de los efectivos federales,
por no tener seguro el apoyo francés (que se halla en retroceso), y
por la falta de adhesión de los pobladores a su causa.
Ese mismo día, una
proclama de Ferré lo declara traidor y desertor y pide su muerte, sin
embargo Paz le escribe a Ferré pidiéndole que deje sin efecto esa condena.
Lavalle acampó
cerca de la Capital, esperando el pronunciamiento popular en su favor, pero el
recuerdo del asesinato de Dorrego provocaba el rechazo de las poblaciones que
se suponía que deberían haberlo apoyado.
Tras varias
semanas de inacción, en las que el ejército de Rosas se fortaleció enormemente,
retrocedió buscando enfrentar al Gobernador de Santa Fe, Juan Pablo López. Este se
hizo perseguir de cerca, llevándolo cada vez más lejos de Buenos Aires.
Todos sus amigos y
casi todos los historiadores lo censuraron por eso, pero el hecho es que fue allí, junto a Buenos
Aires, que se dio cuenta que no podía ganar esa guerra, simplemente, porque la
opinión pública estaba a favor de sus enemigos.
Ocupó la ciudad de Santa Fe, donde tomó
prisionero al General Eugenio Garzón. Allí perdió la mayor parte de sus caballos, y
también se enteró de que los franceses habían llegado a un acuerdo con Rosas,
entonces decidió llevar la guerra hacia las provincias no litoraleñas.
En 1840, se
constituyó, bajo el liderazgo de Tucumán, la Liga del Norte (o Coalición del
Norte), que desconocía a Rosas, como jefe de la Confederación Argentina, y
controlaba seis provincias opositoras.
Las esperanzas
militares de ese pronunciamiento se apoyaban en dos fuerzas: el "Primer Ejército
Libertador", al mando de Juan Lavalle, y el "Segundo Ejército
Libertador", que conducía Lamadrid. Es conocido que las desinteligencias
entre ambos jefes, traducidas en maniobras desacertadas, perjudicaron
profundamente la campaña.
Lavalle acordó con
Lamadrid (quien ocupaba Córdoba), que se encontrarían en el límite entre las
dos provincias, y partió hacia allí.
Hacia el noroeste
Desilusionado y amargado
ante el hostigamiento del grueso de los habitantes de la campaña bonaerense,
Lavalle debe retirarse hacia el norte, ya que “por lo visto estaban muy conformes con la tiranía”, tal como se
desprende de la amarga correspondencia a su esposa.
Al mando del
ejército federal Rosas dejó como “interino al mando” al ex Presidente Oriental
Oribe, que persiguió a Lavalle de tal forma que no pudo unirse a Lamadrid en
tiempo y forma, viéndose a su vez impedido de dar aviso sobre su retraso, lo que
llevó a Lamadrid a abandonar el punto de encuentro.
Oribe, al
flanquearle el paso, obliga a Lavalle a ingresar a Córdoba por el noreste de la
provincia, donde, como consecuencia de la existencia de mio-mio (una maleza
tóxica para los equinos), en los pastizales,
perdió casi toda la caballada.
La desinteligencia
fue fatal, y Lavalle resultó derrotado por Oribe en la Batalla de Quebracho Herrado, el 28 de noviembre de 1840. La
expedición del “Ejército Libertador” terminó siendo un rotundo fracaso, y
Lavalle terminó, como dijo Rosas, siendo “tomado
por el rabo” en Quebracho
Herrado.
Lavalle y Lamadrid
terminaron encontrándose en Córdoba y decidieron continuar viaje hacia el norte.
Oribe los perseguía. Lamadrid decide ir a Tucumán para reclutar un nuevo
ejército en su provincia, y Lavalle, montando una campaña de distracción en la provincia de La
Rioja, entretuvo al ex Presidente uruguayo. Desde La Rioja se dirigió a
Tucumán, dejando a Lamadrid la responsabilidad de dirigir la campaña en Cuyo.
Oribe, que no se
deja engañar, le sigue los pasos, y al frente de 2.500 hombres enfrentó a los
1.500 de Lavalle en la batalla de Famaillá en setiembre de 1841, la que
resultó en una derrota para el ejército unitario, significando el fin de la
Coalición del Norte. Si bien nunca lo supo, pocos días después Lamadrid era
destrozado en la batalla de Rodeo del Medio, en Mendoza.
El significado histórico que se debe resaltar es que la Batalla de Rodeo
del Medio fue la última de las luchas entre estas facciones por una década, y
garantizaron a Rosas el dominio del territorio hasta la Batalla de Caseros en
1852.
El amor de Lavalle
por la guerra le permitió huir a Salta, donde pensaba
entablar una resistencia de guerrillas, pero los
correntinos que había traído (sin permiso de Ferré), lo abandonaron y
regresaron a su provincia a través del Chaco.
Después de la
derrota sufrida en Famaillá Lavalle mandó ensillar, y con los 200 hombres que
le quedaban se retiró hacia el norte.
Recorrido de
las últimas excursiones armadas de Lavalle
Desesperación, amores y muerte
Era notorio que la
personalidad de Lavalle había sufrido extraños cambios. Durante la batalla,
según el Coronel Mariano de Gainza, se colocaba tan cerca de la línea de tiro
de los cañones, que parecía buscar la muerte. Antes, durante la campaña, había
perdido días preciosos enamorando a Solana Sotomayor, la mujer del gobernador
riojano Tomás Brizuela.
Como toleraba
todo, en su ejército cundía la indisciplina. El actor de tantas batallas se
había transformado en una sombra de sí mismo, agobiado, ausente, deprimido. Ya
ni siquiera vestía el uniforme.
Al llegar a Salta
conoció a Damasa Boedo Arias (“Damasita”), una hermosa joven de 23 años de
edad, y, enamorado de ella, se la llevó en su retirada.
Damasita
era hija del Coronel José Francisco Boedo y sobrina del doctor Mariano
(Congresal de la Independencia por Salta). Tenía Damasita el pelo rubio
peinado en bandeau, y "los ojos glauco-azulados velados
por largas pestañas negras; la boca carnosa y pequeña, y toda aquella
cabeza luminosa sostenida por un cuello largo y bien plantado sobre
dos hombros de líneas huidizas", describe un biógrafo.
Bernardo
Frías, historiador salteño, en sus "Tradiciones", dice que la cautivó
esa "maestría en las lides de las
faldas que lleva consigo todo militar audaz y de ojo alegre".
El general llegó
enfermo, después de una marcha de 90 kilómetros en quince horas al tranco, los
disgustos del día y el abatimiento que se había apoderado de su espíritu al ver
derrumbarse todas las posibilidades de seguir la lucha.
Cuando desertó la
división correntina, con los hombres que le quedaban y con Damasita, siguió a
Jujuy. Su secretario Félix Frías cuenta que lo llamaba para hacerle comentarios
“risueños” sobre incidencias del camino. "Esta
alegría tan extraña en momentos tan críticos, era para mí el anuncio de una
grandísima desgracia", testimonia Frías.
A pesar de la devoción de Frías por su jefe, que no dejaba de decirle: “La causa de la libertad se pierde, mi
general, por las mujeres”.
Llegaron a San
Salvador de Jujuy al anochecer del 8 de octubre, para recibir una nueva carga
de malas noticias. El gobernador Roque Alvarado y la mayor parte de su gente
habían resuelto escapar a Bolivia, por lo que la ciudad estaba prácticamente en
poder de los rosistas.
Frías era
partidario de continuar camino hacia Bolivia, pero Lavalle resolvió acampar.
Eligieron los Tapiales de Castañeda, a una decena de cuadras de la ciudad, pero
luego Lavalle se obstinó en dormir en una cama, y para eso se dirigió al centro
con Damasita, Frías, el edecán Pedro Lacasa, el teniente Celedonio Alvarez y
ocho soldados.
Tras golpear
muchas puertas "que no se abrieron",
arribaron, hacia las dos de la madrugada, a la casa de Zenarruza. Hasta el día
antes, en esa vivienda se alojaban Alvarado y el delegado del ejército, Elías
Bedoya, pero su partida presurosa la había dejado vacía y entraron.
En medio del
profundo silencio comenzó a despuntar el alba del sábado 9 de octubre de 1841. Una
partida federal al mando del Teniente Coronel Fortunato Blanco, llegó al paso
de sus cabalgaduras cerca de la casa donde se alojaba Lavalle.
Alertado, éste se
dispuso a enfrentar a la partida. De acuerdo a sus costumbres, no es extraño
que se presentara en el momento de peligro sin ceñir “su” espada.
El acero, que lo
acompañó en las guerras de la independencia, lo extravió su asistente en la
Batalla de Famaillá, por lo cual su Secretario le obsequió una espada que fue
la que le acompañó hasta su muerte.
Quería disponerlo
todo por sí mismo con su arrojo y su intrepidez ante el peligro.
La historia
oficial y colorida nos relató la fantasía que la partida militar tiró a través
de la puerta principal y que una de esas balas mata a Lavalle pegándole en la
garganta, arriba del esternón. Las últimas versiones aseguran
que Lavalle se suicidó.
Lacasa salió precipitadamente y encontró a Lavalle en el zaguán de
entrada, bañado en sangre, en el suelo y con los estertores de la agonía.
Algunos corrieron
a incorporarse al grueso de las fuerzas que no lejos de allí estaban al mando
de Pedernera, quien desde aquel momento tuvo que asumir el mando de las
huestes, cada vez más diezmadas. El cadáver permaneció bastante tiempo tirado
en el suelo, hasta que el General Pedernera dispuso que fuese levantado.
Estando en los preparativos para continuar la retirada, ya con el
cadáver del general, se presentó Damasita ante Pedernera quien al verla le
dijo:
“Mire usted, Damasita, el
general ya ha muerto. Me parece por lo mismo que su presencia aquí ya no tiene
objeto. Seguramente que usted desea volver al seno de su familia, y si esto es
así, le haré dar todos los recursos necesarios para que usted regrese a su
casa.
Pero ella, replicó: “Señor
general, cuando una joven de mi clase
pierde una vez su honra, no puede volver jamás a su país. Prepáreme usted una
mula para seguir yo también adelante, y vivir y morir como Dios me ayude.
Tras saber de la
muerte de Lavalle, los federales ordenaron la búsqueda del cuerpo para
decapitarlo y exhibir su cabeza en una pica.
Sus oficiales
lograron cargar su cuerpo y dirigirse al norte a través de la Quebrada de Humahuaca. Sus restos fueron velados en una casa de Tilcara. Los calores de
octubre contribuían a la descomposición del cuerpo, y en Huacalera, a orillas de un arroyo, descarnaron el cuerpo
semi podrido del general, envolvieron las partes blandas en una bolsa de cuero,
y las enterraron cerca de la Capilla de
la Inmaculada Concepción.
El corazón fue colocado
en un recipiente con aguardiente, sus huesos lavados y puestos en una caja con
arena seca, y su cabeza guardada en un recipiente con miel para facilitar su
manejo y posterior escondite de los federales.
Los restos fueron
llevados a Potosí, donde fueron recibidos el 22 de octubre con
grandes honores por el Gobierno boliviano, y finalmente
inhumados en la Catedral.
La misión se ha
cumplido. Los restos de Lavalle se han salvado y también se han salvado ellos.
Frías recordará siempre esas jornadas dominadas por el extravío del miedo, el
dolor y la derrota. La caravana había cubierto más de 850 km.
Las versiones de su muerte
Nadie estaba junto
a Lavalle en el momento en que murió, de modo que el hecho sigue, hasta la
fecha, rodeado de misterios versiones y conjeturas:
·
Un disparo atravesó la puerta e hizo impacto en la
garganta del General, quien en esos momentos se acercaba al zaguán. Esta
versión está descartada ya que la débil
bala de una tercerola (arma de fuego de escaso poder
usada por la caballería, que es un tercio más corta que una carabina), atravesara esa madera gruesa y maciza.
·
La bala de la tercerola entró por el agujero de la
llave e impactó sobre Lavalle, versión esta que también fue descartada debido a
las pruebas balísticas, que demuestran que el diámetro de los proyectiles de
ese arma no podría haber atravesado la cerradura. Se dice que los integrantes
de la partida ignoraron las consecuencias de sus tiros.
Cuando la noticia
trascendió, el soldado José Bracho se atribuyó la autoría. Durante algún
tiempo, Bracho disfrutó de los honores del Restaurador, hasta que se supo que
mentía, motivo por el cual los honores se trasladaron al jefe de la partida,
Fortunato Blanco.
·
Lavalle se suicidó agobiado por las derrotas y
devastado psicológicamente. Sus soldados, en un pacto de silencio que
cumplieron religiosamente, acordaron aferrarse a la tradicional versión del
tiro casual en el zaguán.
Félix Frías,
católico ferviente, y sus camaradas, no podrían difundir que un General de la
Nación se habría suicidado, con todo lo que ello implica en los códigos
militares. Ninguno de sus colaboradores lo dice, pero es muy probable que se
hayan juramentado hacer silencio porque el suicidio de un militar era (y es), un
deshonor.
Esta última
versión de José María Rosa tiene sus fundamentos, en su libro de 1967, "El
cóndor ciego", tras estudiar detenidamente los documentos.
Una leyenda de los aborígenes jujeños relata que sacar
los ojos a un cóndor es un juego brutal entre los habitantes de la quebrada. El
ave remonta recta en busca de una luz que no encuentra, vuela cada vez más
alto, más allá de los montes y de las nubes, sin ver nada, sin poder hacer pie,
sin contar con nada más que su impulso de acero, hasta que la desesperación
porque comprende que le han quitado la luz para siempre, la hace precipitarse
desde la inmensa altura para caer muerta muy cerca del sitio donde la
remontaron sus bárbaros cegadores.
Esa comparación hace
José María Rosa con Lavalle. Sus últimos tiempos de fracasos militares e
incomprensiones políticas lo cegaron, y visto que la situación no tenía vuelta
decidió quitarse la vida.
Los restos del “Rey de los arenales de Moquehuá”, el “Granadero imbatible”, el “León de Riobamba”, fueron trasladados a Valparaíso, Chile, en 1842 de donde
se exhumaron en 1860, para ser traídos a la Argentina.
El 31 de diciembre de ese año llegaron a Rosario y fueron
trasladados a Buenos Aires a bordo del vapor a ruedas Guardia Nacional. El 19 de enero de 1861 fueron inhumados en el Cementerio de la Recoleta, donde se encuentran actualmente.
Iglesia de Huacalera en la que se enterraron los tejidos blandos y
vísceras
del cuerpo descarnado de Lavalle
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