Cuando una mira hacia
atrás en un análisis historiográfico de nuestra sociedad, y luego mira hacia
adelante y ve lo mismo, a esto se le llama vergüenza.
Vergüenza en no haber
mejorado nada de lo que ocurría con los laburantes. Ni los dirigentes políticos
ni los gremiales y muchos menos los empresarios fueron capaces de buscarle una
solución a estos problemas, salvo honrosas excepciones.
Los inmigrantes
primero y los obreros después, fueron quienes contribuyeron a que existan
muchas de las cosas de las que hoy disfrutamos, y una de ellas es la vivienda,
pero la gran mayoría de ellos no la tenían ni la tienen hoy.
Buenos Aires (hoy
CABA), se jacta de sus ventajas edilicias y de infraestructura, pero reconoce
que ingresan diariamente a la ciudad más de 3 millones de personas que viven y
laburan mal para que ellos vivan bien.
Esta es la triste
historia de los conventillos, la cual solo ha cambiado un poquito cuando vemos
que el déficit habitacional del país es cercano a los 4 millones de viviendas.
La sufrieron antes y
la siguen sufriendo ahora.
¿Qué eran y que son hoy los conventillos?
Eran viviendas urbanas y colectivas, donde una familia, o un grupo de
hombres solos, alquilaban cuartos. Los servicios (como comedor y baños), solían
ser comunes para todos los inquilinos.
El término viene como diminutivo de convento,
sinónimo de ambiente cerrado. También se las denominaba como inquilinato,
en Argentina, Uruguay, Chile y Bolivia, y casa de vecindad en España
y México.
En Argentina, su formación, desarrollo y casi desaparición se dio
prácticamente con exclusividad en la ciudad de Buenos Aires, en la que llegaban
a su puerto los inmigrantes que los ocuparían y los migrantes internos de las
provincias.
Muchas veces el conventillo representaba el uso tardío de casas
residenciales o petits hotels en vecindarios que habían
descendido de categoría social. La ciudad
debió acompañar el crecimiento poblacional originado en la inmigración, con una
adecuada oferta de habitaciones para alojar a esas gentes.
La mudanza
de los habitantes del casco antiguo hacia el Barrio Norte y Recoleta, a partir
de la epidemia de fiebre amarilla registrada en 1871 (luego del regreso de los soldados de la guerra del Paraguay),
permitió la utilización de esas antiguas residencias, muchas de ellas en pésimo
estado, como alojamiento de los marginados que venían del exterior y los
marginados que expulsaba el campo a partir del alambrado y otras reformas que
se suscitaron casi en forma contemporánea al proceso inmigratorio.
Solían presentar malas condiciones sanitarias, por el hacinamiento. En
general, estaban estructurados en galerías alrededor de uno o varios patios
centrales, las paredes y el techo eran de chapas metálicas y la estructura de
vigas de madera afirmadas con piedras o ladrillos.
Algunas
casas patricias de notoria fama se convirtieron en conventillos: podemos
citar La casa de la Virreina Vieja,
que fue habitada entre 1801 y 1804 por el Virrey del Pino, y luego por su
viuda; la casa de Ramos Mejía,
que fue el asiento de la legación extranjera y el refugio transitorio de Rosas,
previo a exiliarse en Inglaterra o la
casa de los López, construida por Don Manuel Planes, dónde Vicente López
y Planes escribiera el Himno Nacional.
La
transformación edilicia de estas antiguas residencias corrió por cuenta de
algunos especuladores, que hicieron fortunas con el alquiler de los cuartos.
Con el tiempo, el crecimiento de los barrios, extendió la ocupación de viejas
casonas a otras zonas de Buenos Aires y finalmente se diseñaron
inquilinatos, casas construidas con abundancia de maderas y chapas, como
todavía es posible ver en el barrio de la Boca.
Fue
muy común que sobre el casco de la primitiva casa de familia se levantaran
sucios cuartuchos, como el tristemente célebre Conventillo de las 14 provincias.
La
“época de oro” del conventillo porteño se localiza hacia la década del 80,
aunque la casa de inquilinato, como institución, desborda ese marco y se
proyecta con ligeras variantes hasta hoy.
Descripción, usos y costumbres
Por lo general, había un patio central alrededor del cual se levantaba una
doble fila de habitaciones en la planta baja y en uno o dos pisos superiores.
Cada habitación estaba conectada con el patio central por una puerta y podían o
no tener ventanas. Esto no permitía la entrada de luz natural, comprometiendo
aún más la calidad de vida de sus habitantes.
En los cuartos vivían una o dos familias en un solo ambiente separado
por una cortina o algunos pocos muebles. Este hacinamiento facilitó la difusión
de epidemias de la fiebre amarilla. Los baños eran escasos, de la misma manera
que las canillas de agua potable, las cuales no estuvieron disponible hasta 1880.
Eran comunes habitaciones de madera y zinc de 4 x 5 metros por lado y 2,5 a 4 de altura, donde vivían entre 4 y 11 personas, sin aire y luz. Muchos de esos edificios con capacidad para 50 personas alojaban a más de 200.
A menudo, cada habitación es lugar de trabajo, además de hogar. La sala que da a la calle era la vivienda-taller de los sastres. En otras piezas había mujeres que trabajaban a destajo en la costura, o lavanderas en las piletas de los patios, a pesar de las ordenanzas que prohibían lavar ropa por motivos de higiene pública. Estas salían después a la calle con el atado de ropa limpia y seca, en equilibrio sobre la cabeza, para cobrar unos pesos que ayude al presupuesto.
Los cuartos de baño eran escasos y difícilmente podía bañarse la décima parte de las personas que allí habitaban. El hacinamiento estaba agravado por el precario o inexistente servicio sanitario, que dio orígenes a verdaderos focos de enfermedades infecto contagiosos como el cólera y la tuberculosis.
Bañarse en el conventillo no era fácil, con baño para 100 personas. Además, los baños permanecían abiertos pocas horas al día y todos debían lavarse en un tiempo muy corto.
Las letrinas eran escasas y mal aseadas. El 20% de los conventillos de la ciudad de Buenos Aires no poseían baños ni letrinas de ninguna clase.
La falta de cocinas obligaba a los inquilinos a usar braseros, que se encendían en los patios junto a las puertas de las piezas. De esa manera, a la hora del almuerzo o cena, estaban encendidos en el mismo patio, 20 a 30 braseros. Los problemas se agravaban en los días de lluvia, porque los inquilinos cocinaban dentro de los cuartos.
Cuando los ocupantes de una pieza eran verduleros o vendedores de pescado y no conseguían vender toda la mercadería, lo que sobraba era llevado a la habitación, cuya atmósfera se saturaba con las emanaciones de pescado, frutas y verduras en estado de descomposición.
El patio del conventillo era el espacio común de todos los inquilinos, donde se debía compartir la pileta de lavar, la soga de tender la ropa, la ducha y la letrina, lo que en muchas ocasiones provocó frecuentes peleas. En las mañanas de verano el conventillo era invadido por vendedores ambulantes y repartidores que llevaban provisiones como pan, leche, carne y verduras, entregadas de puerta en puerta o en pleno patio.
La mayoría de las mujeres prefería ir a los mercados y almacenes para comprar a más bajo precio. A media mañana estaba listo el almuerzo para los hombres, quienes regresaban sus tareas una hora más tarde. Las horas de la tarde eran muy ruidosas, cuando los niños regresaban de la escuela. Ya en las primeras horas de la noche reinaba el silencio en el conventillo.
El patio también fue testigo de fiestas y bailes,
que se realizan los domingos por la tarde.
cuando tomaba una fisonomía pintoresca y alegre.
Los moradores dedicaban mayor tiempo a su aseo personal, para vestir ropas de
días de fiesta. Por la tarde, salían a la puerta de su habitación y los que
sabían tocar un instrumento ejecutaban las piezas de su repertorio, mientras
otros bailaban. La fiesta duraba hasta el anochecer.
El “casero” o inquilino principal, era un individuo a quien el propietario cedía parte de sus ganancias a cambio de encargarse de las tareas de limpieza, cobro de alquileres y mantenimiento del orden, disponiendo de la mejor habitación, que daba a la calle.
Estos sectores populares transitaron un duro camino para poder resolver las dificultades de cada día y no todos lo lograron.
Allí jugaban todos los chicos, mientras en el aire se entremezclan los aromas de las variadas cocinas: el locro criollo, el churrasco porteño, la pasta “al pomo d’oro” (tomate) italiana, el azafrán y el pimentón español, el “gefilte fishe” (preparación en base a pescado), de los judíos, el vaho del café con borra de los árabes.
Así como se mezclan los aromas,
conviven las culturas y se responden las voces en distintos idiomas, que enriquecen
el castellano rioplatense. A la vez, se van entrelazando alianzas y
solidaridades, y se intercambian las memorias de las luchas populares en la
vieja Europa, que eso también viajó en algún rincón del equipaje.
El patio
solía tener aljibe y el baño o servicio, era realmente una verdadera obra
maestra del desprecio y dignidad para con los moradores.
Las construcciones que no fueron antiguas residencias estaban hechas de
madera y chapas onduladas de cinc, por lo que los incendios eran fáciles de generar y
propagar.
Las construcciones y remodelaciones también eran “espontáneas” (lo que
significaba que si se necesitaba colocar una puerta o ventana se la colocaba).
Algunos barrios aledaños al río, como el de La Boca,
estaban construidos sobre pilotes de madera para evitar inundaciones
y la pintura característica que tenían eran sobrantes de pintura del calafateado de
los barcos.
Al
inicio de 1880 Buenos Aires contaba con 1.770 conventillos que daban alojamiento
a casi 52.000 inquilinos. Al alcanzar su máximo valor, registrado en 1887, se
contabilizaban 2.835 conventillos que albergaban a más de 80.000 inquilinos, lo
que mostraba el nivel de hacinamiento en las habitaciones. En ese período se
pasó de 29 a 42 inquilinos en promedio por cada conventillo.
Defensores y detractores
Buenos
Aires, debió duplicar o triplicar en pocos años su capacidad habitacional para
dar cabida a los nuevos contingentes inmigratorios. La mudanza de familias
tradicionales y patricias al Barrio Norte, permitió alojar a numerosas
familias, que se hacinaron en los ya obsoletos caserones del Sur.
Los
especuladores, a su turno, no tardaron en acondicionar vetustos edificios
de la época colonial
en hacer construir precarios alojamientos para esta demanda poco exigente y
ansiosa por obtener, mal o bien, su techo.
La
improvisación, el hacinamiento, la falta de servicios sanitarios y la pobreza
sin demasiadas esperanzas hicieron el resto. Silverio Domínguez, conocido
también como “Ceferino de la Calle“,
lo describía tiempo después en Palomas y Gavilanes en 1886, un novelón de costumbres bonaerenses:
“La
casa de inquilinato presentaba un cuadro animado, lo mismo en los patios que en
los corredores. Confundidas las edades, las nacionalidades, los sexos,
constituía una especie de gusanera, donde todos se revolvían saliendo unos,
entrando otros, cruzando los más, con esa actividad diversa del conventillo.
Húmedos
los patios, por allí se desparramaba el sedimento de la población; estrechas
las celdas, por sus puertas abiertas se ve el mugriento cuarto, lleno de catres
y baúles, sillas desvencijadas, mesas perniquebradas, con espejos enmohecidos,
con cuadros almazarronados (n.e .con color de óxido rojo), con
los periódicos de caricaturas pegados a la pared y ese peculiar desorden de la
habitación donde duermen seis y es preciso dar buena o mala colocación a todo
lo que se tiene.”
Desde
sus comienzos el conventillo fue fuente de reflexión y escándalo para los
hombres del 80, que habían sido, en cierta medida, sus artífices. Complicada
con ingredientes de xenofobia, esteticismo, positivismo y fobia clasista, es
fácil adivinar el efecto que habrá causado en estos hombres la imagen de la
pobreza y de la falta de higiene en ese ambiente vocinglero.
Para
algunos, lectores de los textos sociológicos de Ramos Mejía, “era un claro testimonio de las taras
hereditarias y de la inferioridad social y biológica de la inmigración meridional”.
Allí,
desvalorizada en el fondo del conventillo cosmopolita estaba la “resaca humana”, el “áspero tropel de extrañas gentes” de Rafael Obligado, la “ola roja” de Miguel Cané, los “judíos invasores” de Julián Martel, los
italianos con “rapacidad de buitre” de Eugenio Cambaceres.
El doctor Luis Agote, Diputado conservador y médico
(descubridor del citratado de la sangre para que no coagule), casi fuera de sí,
se pregunta qué hacer con esos niños de los conventillos, y afirma que hay
entre 10 y 12 mil niños “vagabundos”.
Y se responde así: “Hay que recluirlos en
la isla Martín García”.
Por suerte no lo consiguió, pero fundó el Patronato
Nacional de Menores Abandonados y Delincuentes. Chico que andaba por la calle,
terminaba encerrado.
Escenas
y descripciones del conventillo son, por ejemplo, aquéllas en que Santiago
Estrada, pensador católico, en 1889 expresa:
“Los hombres, las mujeres y los niños, los
perros, los loros y las gallinas duermen estibados”, y que “enjambres de moscas
zumbadoras […] hormiguean en el zaguán del conventillo y pasan alternativamente
de algún puchero puesto al fuego a la corriente tortuosa de agua podrida que
surca el mal enladrillado patio”.
“Habitan en tales antros gentes de todas las
profesiones, sexos y edades: lavanderas, cocineras, peones, obreros; viejos,
jóvenes y niños desconocidos. Es la olla podrida de las nacionalidades y las
lenguas”.
“Para los que lo
habitan parecen dichas aquellas palabras, entran sin conocerse, viven sin
amarse, y mueren sin llorarse. En ellos crecen, como la mala hierba, centenares
de niños que no conocen a Dios, pero que dentro de poco tiempo harán pacto con
el diablo.
Carecen de la luz del
sol, y se desarrollan raquíticos y enfermizos, como las plantas colocadas a la
sombra, carecen de la luz moral, y se desarrollan miserables, egoístas, sin
fuerzas para el bien”.
No
faltaron, sin embargo, quienes tratan de acercarse al fenómeno con cierto rigor
científico y criterio solidario, como Eduardo Wilde en su Curso de Higiene
Pública de 1883, y como Guillermo Rawson, que publica en 1885 un revelador
Estudio sobre las casas de inquilinato de Buenos Aires, cuyo texto vale la pena
recorrer.
Conmovido
por la degradación ambiental del conventillo, Rawson comienza su trabajo con
una astuta apelación al instinto de supervivencia de las clases pudientes,
todavía impresionadas por la epidemia de fiebre amarilla de 1871:
“Acomodados
holgadamente en nuestros domicilios, cuando vemos desfilar ante nosotros a los
representantes de la escasez y de la miseria, nos parece que cumplimos un deber
moral y religioso ayudando a esos infelices con una limosna; y nuestra
conciencia queda tranquila después de haber puesto el óbolo de la caridad en la
mano temblorosa del anciano, de la madre desvalida o del niño pálido, débil y
enfermizo que se nos acercan.
“Pero
sigámoslo, aunque sea con el pensamiento, hasta la desolada mansión que los
alberga; entremos con ellos a ese recinto oscuro, estrecho, húmedo e infecto
donde pasan sus horas, donde viven, donde duermen, donde sufren los dolores de
la enfermedad y donde los alcanza la muerte prematura; y entonces nos
sentiremos conmovidos hasta lo más profundo del alma, no solo por la compasión
intensísima que ese espectáculo despierta, sino por el horror de semejante
condición. “
De
aquellas fétidas pocilgas, cuyo aire jamás se renueva y en cuyo ambiente se
cultivan los gérmenes de las más terribles enfermedades, salen esas
emanaciones, se incorporan a la atmósfera circunvecina y son conducidas por
ella tal vez hasta los lujosos palacios de los ricos.
Acordémonos
entonces de aquel a cuadro de horror que hemos contemplado un momento en la
casa del pobre.
Pensemos
en aquella acumulación de centenares de personas, de todas las edades y
condiciones, amontonadas en el recinto malsano de sus habitaciones; recordemos
que allí se desenvuelven y se reproducen por millares, bajo aquellas mortíferas
influencias, los gérmenes eficaces para producir las infecciones, y que ese
aire envenenado se escapa lentamente con su carga de muerte, se difunde en las
calles, penetra sin ser visto en las casas, aun en las mejor dispuestas; y que
aquel niño querido, en medio de su infantil alegría y aun bajo las caricias de
sus padres, ha respirado acaso una porción pequeña de aquel aire viajero que va
llevando a todas partes el germen de la muerte.”
Rebelión en los conventillos
"Sea propietario", prometían los folletos de las agencias de promoción de la Argentina en
Europa destinadas a los proletarios
europeos que eran alojados a su arribo en el llamado Hotel de Inmigrantes,
un depósito de seres humanos, del cual se los expulsaba a los cinco días, quedando librados a su escasa o
inexistente fortuna.
A la salida del Hotel estaban los "promotores" de los conventillos,
subidos a carros que trasladaban a los inmigrantes hacia su nuevo
destino. No había contratos de
alquiler.
El primer recibo de pago se lo daban al inquilino a los tres meses, para
poder desalojarlo por falta de pago cuando el encargado o el propietario lo
dispusiesen.
El “lujo” de tener ese techo miserable costaba
alrededor del 25% del salario de un obrero, pero a principios de 1907 los propietarios elevaron los
alquileres porque les habían subido los impuestos. El costo de una humilde habitación porteña era ocho veces mayor que en
Londres o en París.
Muchos inquilinos eran inmigrantes vinculados a los
incipientes movimientos obreros y fundaron una liga para oponerse a los
aumentos. Como sus reclamos no fueron escuchados, a fines de agosto decidieron
dejar de pagar los alquileres. El 89 % de las familias obreras vivían en una pieza,
hacinados y maltratados.
La situación explotó a mediados de ese año (Presidencia
de José Figueroa Alcorta), cuando
se produjo una novedosa huelga de inquilinos. Los
habitantes de los conventillos de Buenos Aires, Rosario, La Plata y Bahía
Blanca decidieron no pagar sus alquileres frente a las pésimas condiciones de vida en los inquilinatos y al aumento desmedido aplicado por los
propietarios.
Exigían una rebaja del 30% en los alquileres,
supresión de los tres meses de depósito y la promesa de que no se tomarían
represalias contra los huelguistas.
Los propietarios no aceptaron y se presentaron ante
los jueces, que ordenaron los primeros desalojos. Entonces comenzó la
resistencia, protagonizada especialmente por las mujeres, que se defendían con
escobas y baldes de agua hirviendo.
La represión policial no se hizo esperar y comenzaron los desalojos. En la Capital estuvieron a cargo del jefe de Policía, quien desalojó a las familias obreras en las madrugadas del crudo invierno a “manguerazos” de agua helada, con la ayuda del cuerpo de bomberos.
El 14 de noviembre de ese año se inició el desalojo
del conventillo Los cuatro Diques, donde se había iniciado la huelga de
inquilinos, una de las protestas sociales más fuertes y organizadas de
principios de siglo y finalmente el conventillo fue tomado por 250 hombres
armados. Su caída marcó la declinación de la huelga, que terminó pocos días
después.
"Anarquista se nace" decía el flamante y tristemente célebre jefe de Policía, Coronel Ramón Lorenzo Falcón, mirando a Miguel Pepe, quien con sólo 15 años se convirtió en uno de los más activos y eficaces oradores de aquellas jornadas. "Barramos con las escobas las injusticias de este mundo" se le escuchó decir.
Vinieron los tiros. La policía entra en el conventillo donde vive, y fusila a Miguel a la vista de los vecinos. Su féretro fue llevado en vilo por ocho mujeres, que se fueron turnando de barrio a barrio. El cortejo fúnebre que llegó a la Chacarita estaba encabezado por unas 800 mujeres, seguidas de 5.000 trabajadores.
A los pocos días, una manifestación de escobas, mayoritariamente compuesta por mujeres y
niños (los que más horas por día padecían los males de los conventillos),
recorrió Buenos Aires.
Eran miles de escobas portadas pacíficamente. Para ellas era el hogar y era el conventillo el pequeño territorio donde se creaban vínculos de convivencia. En esos pequeños espacios se compartía el baño, y sobre todo la cocina y el patio.
En la oportunidad del desalojo, el solidario gremio de los carreros se puso a disposición de los afectados para trasladar a las familias a los campamentos organizados por los sindicatos anarquistas, donde el gremio gastronómico preparaba suculentas ollas populares financiadas con aportes que llegaban de todo el país.
Tras una durísima y desigual lucha, los huelguistas lograron parcialmente
su objetivo de conseguir la rebaja
de los alquileres y mejorar mínimamente las condiciones de vida.
El conventillo en la cultura popular
Los inmigrantes fueron el caldo de cultivo para la cultura popular, expresada en el tango y los sainetes, entre los que merecen destacarse las obras de Alberto Vacarezza: El conventillo de La Paloma (1920), y Tu cuna fue un conventillo (1929).
El Conventillo de La Paloma fue construido especialmente para los trabajadores de una fábrica. A mediados de la década de 1880 llegaría la Fábrica Nacional de Calzado que vio conveniente la adquisición de unas 30 hectáreas en esta zona prácticamente despoblada, con terrenos baratos y un arroyo próximo, el "Maldonado", útil para arrojar los desechos industriales.
Esta industria en franca expansión respondía a la formidable demanda de calzado por el vertiginoso aumento de población, polo de atracción para quienes buscaban empleo, fue determinante para la conformación del nuevo barrio. La experiencia empresarial contemplaba ofrecerles vivienda a los empleados.
Primero los alojaron en los edificios de la
fábrica, luego se construyó una gran casa de inquilinato, conocida como Conventillo El Nacional, a
metros de sus oficinas centrales y, en la medida que fue necesario, se
impulsaron loteos para la compra a crédito de pequeños terrenos para la
edificación de casas obreras.
Sin embargo, en los años siguientes este proceso derivó en la aparición, en torno al núcleo fabril fundacional, de pequeños inquilinatos que albergaban a varias familias. De tal forma el barrio de Villa Crespo (en la ciudad de Buenos Aires), fue creciendo y afianzándose con una variada población que llegaba ansiosa buscando un mejor futuro.
Llegó a tener más de 100 habitaciones ubicadas en cuatro cuerpos. Un pasillo extenso y angosto de una cuadra recorría internamente la manzana.
Fue el lugar que sirvió de inspiración para el sainete más famoso del autor Alberto Vacarezza, quien había vivido en el barrio y ubicó en escena a los nuevos arquetipos que convivían en piezas, patios y zaguanes: el tano (italiano), el gallego (español), el ruso (judío ashkenazí), el turco (judío sefaradí y otras etnias procedentes del viejo Imperio Otomano), etc.
La obra, que tuvo como principal protagonista a la actriz y cantante Libertad Lamarque, fue estrenada en teatro en 1929 con un espectacular éxito (más de 1.000 representaciones). Su argumento se basó en los amores de una hermosa empleada de la fábrica llamada Paloma. En cine se estrenó con el mismo título en el año 1936.
A más de un siglo de la construcción de este Conventillo, los asistentes a la recorrida barrial se preguntan si la tal Paloma verdaderamente había vivido allí. Más allá de que la heroína tenga un correlato histórico o sea un mero mito producto de la ficción, este edificio paradigmático por donde pasaron tango, lunfardo, compadritos y cocoliche, sí es real.
Después de un siglo sigue milagrosamente en pie, aunque deteriorado y con signos de depredación (su hermosa fachada de madera labrada ha sido parcialmente extraída) evidencia que 100 años después sigue siendo ámbito de inmigrantes, de otros orígenes, con otras músicas y otras voces, producto de las migraciones internas, de nuestras provincias y de países vecinos.
En 2011 vivían 17
familias en el conventillo, unas 50 o 60 personas, en su mayor parte
inmigrantes del interior del país, principalmente del noroeste, más algunos
bolivianos y paraguayos, que sostienen una batalla legal con quienes quieren
desalojarlos invocando la propiedad de la casa.
Los patios
de esos conventillos fueron uno de los lugares más importantes para el
nacimiento y consolidación del tango,
a su vez elemento substancial para el proceso integrador de esas culturas.
Tal vez, como un claro ejemplo de lo que venimos sosteniendo sobre el
tango, como un elemento único e indispensable para reconstruir con absoluta
fidelidad nuestro pasado inmediato, basten los versos de “Oro muerto”.
Este tango escrito por Julio Navarrine con música de Juan Raggi, que en
la voz de Carlos Gardel (https://www.youtube.com/watch?v=3Fril5DCPf4), nos hacen participar de la vida de un patio de conventillo de principios
de siglo:
El conventillo luce su traje de etiqueta
Las paicas van llegando, dispuestas a mostrar,
que hay pilchas domingueras, que hay porte y hay silueta,
a los garabos reos, deseosos de tanguear.
La orquesta mistongera musita un tango fulo.
Los reos se desgranan buscando, entre el montón,
la princesita rosa de ensortijado rulo
que espera a su Romeo como una bendición.
El dueño de la casa atiende a las visitas
los pibes del convento gritan en derredor
jugando a la rayuela, al salto, a las bolitas,
mientras un gringo curda maldice al Redentor.
El
fuelle melodioso termina un tango papa.
Una pebeta hermosa saca del corazón,
un ramo de violetas, que pone en la solapa
del garabito guapo, dueño de su ilusión.
Termina la milonga. Las minas retrecheras
salen con sus bacanes, henchidas de emoción,
llevando de esperanzas un cielo en sus ojeras
y un mundo de cariño dentro del corazón.
Los conventillos de hoy
Como ocurre también hoy, había
gente que se ubicaba en cualquier baldío de extramuros, levantando allí una
tapera. Junto a ella se levantaba otra, y otra, y en pocos días aparecía un
“barrio de latas” como el famoso de Puerto Nuevo.
Aunque
las formas de vida que allí reinaban no fueran, en verdad, muy distintas de las
que imperaban en los conventillos, sobre todo en cuanto a la promiscuidad,
estos barrios de lata, con otra morfología, no estaban en medio del arrabal ni
sus habitantes participaban, como los del conventillo, de la vida urbana
hacendosa.
En estos barrios de latas la radicación familiar era infinitamente menor que en el conventillo, y en buena parte sus pobladores eran también obreros “golondrinas”.
Hoy en día ya se ha perdido el halo romántico de los viejos conventillos, pero persisten las razones que motivaron su aparición. Su versión postmoderna la constituyen las “casas tomadas”, donde malviven familias enteras sin electricidad ni servicios sanitarios.
Mientras
“las villas” crecían, la población de los conventillos fue disminuyendo del 25%
de inmigrantes que ocupaban esas viviendas a fines de la década del ’80 a
apenas el 14% en 1904, menos del 10% diez años después.
Entre 1920 y 1930, con algunas mejoras en los servicios suburbanos y los loteos de tierras más alejadas de la ciudad, se fue produciendo un desplazamiento de personas hacia la periferia suburbana.
A
veces con eufemismos los políticos los llaman “asentamientos provisorios”,
“villas de emergencia” o “barrios vulnerables”, aunque todos quieren decir
“villas miserias”, y la miseria en realidad fue y sigue siendo la falta de
políticas de radicación y viviendas de nuestro país.
Las
políticas de los últimos gobiernos desde 1983 a 2022 entregaron entre 25.000 y
40.000 viviendas anuales, cuando el déficit nacional es superior a las 4
millones de casas. A ese ritmo quizás en aproximadamente 100 o 200 años podamos
tener déficit habitacional cero, si la tasa de crecimiento poblacional es igual
o disminuye.
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