Conrado Villegas era un pituco militar con fama de bravío a la hora de la lucha y jefe del famoso Regimiento 3 “de Fierro”.
Obsesionado con la lucha
contra los malones sostenía que solo con buena caballada se los podía combatir,
y así empezó su tarea que terminó en mito: Los Blancos de Villegas.
Tan famosos eran esos
caballos que los Pampas armaron un plan para robarse los 600 animales que
significaban tanto para el Ejército y para Villegas en particular. Si lo
lograban sería un duro golpe al orgullo de éste. Una “mojada de orejas”
imperdonable.
La cosa no fue sencilla. Se
robaron los Blancos de Villegas y huyeron con estos, pero en un descuido, y
mientras festejaban la hazaña, luego de varias situaciones enojosas, un grupo
de soldados de frontera los recuperaron.
Momentáneamente se “salvó el
honor”, pero aún hoy en las pampas se habla de la burla que significaba
birlarles los famosos caballos en las propias narices del “Toro” Villegas (como
le decían los aborígenes).
¿Quién
fue el “Toro” Villegas?
Bajo las órdenes del General Maldonado libró su primera acción contra los aborígenes de Epumer Rosas en 1871,
por lo que le valió el ascenso a Teniente Coronel. A partir de entonces se
convirtió en el terror de los aborígenes que habitaban las pampas y la
patagonia, a los que combatió en la batalla de Pichi Carhué, en 1872.
Fue nombrado al año siguiente
Jefe de Regimiento 3 de Caballería (“el Tres de Fierro). En 1875, se lo designó jefe de la Frontera Oeste.
Al producirse un malón
comandado por el cacique Juan José
Catriel (asesino de su hermano Cipriano Catriel), invadiendo Tapalqué en 1876, Villegas comenzó una persecución, por orden del entonces Ministro de
Guerra, Adolfo Alsina, iniciando el avance hacia el desierto.
Fue así que fundó la actual
ciudad de Trenque Lauquen como avanzada en la lucha por el dominio de las pampas y limitando con las tierras del temido cacique Pincén conocido como “el terror de los fortines”.
A
seleccionar la caballada
Por
aquel entonces, el 3 de Caballería, asentaba su campamento en territorios de la
actual ciudad de Trenque Lauquen.
Después
de dilatadas tratativas con el Gobierno Nacional, comenzó a seleccionar
animales. Aprovechó entonces y reunió para su regimiento
6.000 animales de silla. De ellos, tras lentas y personales selecciones,
se quedó con lo mejor, hasta
disponer de un lote de 600 "pingos" blancos, tordillos y bayos
claros, destinados exclusivamente a servir como reserva para el combate o para
una retirada imprevista.
“Tordo plateado o argenteado.
Pelo blanсо у reluciente sembrado de pocos pelos negros lo que forma en el
caballo un color brillante y lucido como la plata bruñida. Este pelo pasa por bueno y por mejor aun cuando el animal tiene
mosqueados el cuello y la parte superior de la cabeza”. Así debían ser los Blancos de Villegas.
Villegas transformó a los caballos blancos en una obsesión, y finalmente
en un mito. Recibieron instrucción especial, y eran mejor cuidados que
los soldados.
Estos, hasta llegaban a despojarse de su poncho si no
tenían manta para cubrirlo en las noches de helada, y resignarse a pasar
hambre, en tanto su flete blanco recibía ración de forraje.
Cuando los soldados se adaptaron a las posibilidades, que por fin tenían
al alcance de sus riendas, el 3º de Caballería adquirió fama legendaria, y aún
entre los indios se revistió de contornos fantasmales y de leyenda.
La caballería blanca de Villegas caía como una tormenta sobre las huestes
Pampas. Los Blancos de Villegas eran un azote para el indio y un orgullo
para los soldados de la frontera.
La
“mojada de oreja”
En la
noche del 18 de octubre, un grupo valiente de Pampas (*), del cacique Pincen,
concibió dar un golpe de audacia al campamento de Villegas, con la intención
que el hecho tuviese dos grandes objetivos: sustraerle los caballos blancos, y
burlarse de Villegas “en sus propias narices”.
Esa víspera, los caballos habían sido encerrados en un corral, a unos 200 metros del campamento. El corral estaba delimitado únicamente por una zanja bastante profunda y ancha, que la caballada no podía cruzar. Ocho soldados, al mando del Sargento Francisco Carranza, quedaron comisionados para cuidar a los "blancos".
La noche
era tranquila y nada indicaba la proximidad de los aborígenes. El sueño fue
ganando a los hombres de Carranza, y con el fresco de la noche se quedaron
dormidos.
Esta fue
la oportunidad que aguardaban los Pampas. Se habían estado acercando lentamente
sin ser vistos, ni oídos, con el sigilo propio de gente que sabe lo que hace.
Una vez
en la zona del corral, hicieron un portillo en el fondo, rellenando la zanja. A
continuación, con la habilidad del manejo de la caballada, tomaron las yeguas
madrinas sin que se espantaran, y las fueron sacando de a una. Tras ellas,
dócilmente, siguieron los caballos de cada tropilla. Así, los seiscientos, sin hacer ruido.
Cuando
con la diana, la guardia despertó, se halló con la novedad que los blancos
habían sido robados.
(*): La
denominación genérica de Pampas incluye en diferentes épocas a Querandíes,
Tehuelches, Pehuenches, Ranqueles, Chonecas y Mapuches
El
rescate
Solo los
presentes en esas circunstancias tuvieron la oportunidad de ver a Villegas
realmente furioso. La orden del jefe fue tajante: armar una dotación de 50
hombres, al mando del Mayor Germán Sosa, incluir en ella al Sargento Carranza,
y en media hora salir en persecución de los indios.
Si
Carranza no se comportaba a la altura de las circunstancias, debía recibir
cuatro tiros por la espalda, como se mata a los traidores. Se los racionó con
una porción de charqui como para cuatro días, y cien balas por hombre.
Villegas
los vio partir, con la mirada sombría y le dijo al Mayor Sosa, cuando pasaba
frente a él: “No se animen a volver
sin los blancos”.
Marcharon
cuatro horas. Cuando el sol pampeano del mediodía comenzó pesar sobre la tropa
y el cansancio sobre las cabalgaduras, acamparon a orillas de la laguna Mari
Lauquen.
El Mayor
Sosa dispuso una guardia porque se hallaban ya en territorio dominado por los
nativos. Durmieron hasta el atardecer, y reanudaron la marcha no bien entró la
noche.
A las
diez de la mañana del día siguiente, hicieron alto para acampar. Sosa había marchado
silencioso durante toda la noche. Cuando detuvieron la marcha ya había tomado
una resolución.
Llamó al
Mayor Solís y se la explicó brevemente: continuar esa expedición era conducir
el medio centenar de hombres a la muerte, sin beneficio alguno.
El plan
era el siguiente:
“Acamparemos y luego saldremos durante la
noche con el Sargento Carranza. Iremos solo los dos derecho a enfrentarnos con
alguna patrulla de indios con la que nos trabaremos en lucha hasta caer
muertos”.
“A la mañana siguiente, cuando perciba nuestra
ausencia, debe despachar descubiertas para buscarnos. Volverán sin
encontrarnos, o con nuestros cadáveres, y entonces disponga el regreso al
campamento”
Mientras
tanto envió al Cabo Pardiñas a reconocer un monte, y un bajo que se hallaban
próximos, y en los que pensaba establecer el campamento desde el que ejecutaría
su plan suicida para salvar a sus demás hombres de las iras de Villegas.
Pero
estaba en el destino, que Sosa no iría a terminar sus días en las trágicas
circunstancias que había elegido. Media hora más tarde, regresaba el Cabo
Pardiñas, haciendo señas desde lejos. El propio Mayor Sosa le salió al
encuentro. Cabía la posibilidad de salvarse, pero a punta de coraje.
En el
monte que desde la distancia Sosa había elegido para acampar, había precisamente
instalados unos toldos, y a la orilla de la laguna Loncomay (o Lonquimay), estaban los caballos blancos robados sin
ataduras ni cercos que los contengan. Había cabalgado casi 250 km hasta
encontrarlos.
Con
ellos, una gran caballada que pastoreaba sin vigilancia a la vista, mientras
los nativos (más de 80), dormían o festejaban la hazaña.
Sosa
mandó a cambiar los caballos de marcha por los de reserva y en un santiamén, y
en el silencio más absoluto se acercó al paso.
El mayor Sosa decidió atacar de inmediato, cuándo todavía contaban con el factor sorpresa. La forma de atacarlos podía ser ésta: Unos veinte hombres debían atropellar hacia el bajo y arrear las caballadas. El resto cargaría sobre los toldos para aplastar cualquier intento de reacción. Había que actuar rápidamente para que nadie del grupo pudiera dar aviso a otras tolderías.
El teniente Alba descargó su ataque con los veinte hombres hacia las
caballadas. Solís encabezó la carga a los toldos. Los caballos
blancos, no bien sintieron el ruido familiar de los sables y los gritos de sus
antiguos dueños, se arremolinaron e hicieron punta hacia el camino y el resto
de la caballada los siguió. Nunca arreo tan grande fue reunido en menos
tiempo.
Sosa y Solís redujeron a la
impotencia a la indiada. Cayeron sobre ellos como una centella. El
trompa de órdenes tocó llamada y el pelotón al mando de Alba enderezó con los
caballos hacia los toldos. Mudaron caballos e iniciaron el regreso.
La marcha iba a ser lenta.
Había que empujar un arreo importante, y la “chusma” (mujeres y niños
aborígenes y cautivas), prisionera. Por eso, 30 hombres se pusieron detrás de
la tropa como escolta. Encima de ellos, una nueva orden terrible: matar
al animal que se cansara y seguir adelante.
Sosa ordenó al trompa que tocara "a la carga". La sorpresa de
los indios fue inmediata; media hora más tarde, la mayoría de los nativos
habían muerto, se rescataron los "blancos" más la caballada de los
Pampas, más cientos de prisioneros. Sólo un indio pudo salvarse escapando a un
caballo que estaba atado al palenque.
La retirada se dispuso de inmediato, pero una
fina columna de humo elevándose en el horizonte indicaba que el
"tropillero" de los pampas estaba llamando a otros indios en su
auxilio.
Era posible entonces que tuvieran otro
encuentro con los nativos, y esta vez no habría sorpresa a favor de la tropa.
Apuraron la marcha, pero el arreo era grande y no podían acelerar demasiado el
paso, sin que se les desbandara la caballada.
Promediaba
la tarde cuando comenzaron a ver, a sus espaldas, los primeros contingentes
indígenas, convocados por la llamada de humo. Para los soldados, el recurso era
acercarse lo más posible al campamento, y si era factible, atravesar la famosa
Zanja de Alsina, dándolo tiempo al Regimiento a que saliera a defenderlos.
Los
Pampas, que también habían comprendido la táctica, querían cortarles a
cualquier precio la marcha.
Caía la
tarde cuando una numerosa columna les dio alcance. Corrían de flanco para
interponérseles. El comandante Prado (que dejó relatado este episodio en su
libro "La guerra al malón"), así describe el episodio:
"Nahuel Payun
en persona (el capitanejo más valiente de Pincén), nos salía a la cruzada.
Reunió cincuenta o sesenta indios y se precipitó sobre las caballadas, resuelto
a dispersarlas. Antes de llegar tropezó con un grupo que mandaba Sosa y al
pretender desviarse cayó bajo los sables del pelotón de Morosini.
El espectáculo debió
ser imponente. Nosotros huyendo en una nube de polvo, arreando los animales a
punta de lanza, gritando como locos, y allá un poco a la izquierda, la fuerza
de Morosini, entreverada a sable con el malón, en un infierno de alaridos, en
medio del estruendo de las armas, forcejeando los milicos por contener la horda
ciega de ira y sedienta de venganza".
Cuando
el ataque fue rechazado, mudaron los caballos y apretaron la marcha con
desesperación. Un nuevo ataque fue rechazado. A medianoche hicieron una hora de
alto, y luego continuaron la marcha. Los nativos, en tanto, los seguían a prudente
distancia, pero no atinaban a cargarlos nuevamente.
El regreso
Poco antes de llegar
al campamento, Sosa dispuso cambiar caballos. Los soldados montaron los
blancos. Y así entraron a Trenque Lauquen.
Marchaban
alineados, al tranco, y Sosa pasó con la columna, polvorienta y victoriosa,
frente a la comandancia. Desde el vano de la puerta Villegas los vio pasar,
silencioso.
Sin duda
presentía que, a pesar de haber sido vengada la audacia de los indios, el
episodio del robo de “sus” blancos correría por toda la pampa como una burla
gritada, acaso una de las últimas que se permitían los nativos.
Al iniciarse otra incursión
contra el mismo cacique por orden de Roca, terminó por hacerlo prisionero en 1878 al combatir en el frente Licaucha Luan-Lauquen, sometiendo a otros caciques
con sus familias y aborígenes guerreros.
La conducta de Villegas en
batalla le valió el sobrenombre de sus soldados con “el bravo” o “el tigre”, y
por parte de los aborígenes “el toro”.
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