jueves, 4 de enero de 2018

El día que los Pampas “le mojaron la oreja” al Toro Villegas



Conrado Villegas era un pituco militar con fama de bravío a la hora de la lucha y jefe del famoso Regimiento 3 “de Fierro”.

Obsesionado con la lucha contra los malones sostenía que solo con buena caballada se los podía combatir, y así empezó su tarea que terminó en mito: Los Blancos de Villegas.

Tan famosos eran esos caballos que los Pampas armaron un plan para robarse los 600 animales que significaban tanto para el Ejército y para Villegas en particular. Si lo lograban sería un duro golpe al orgullo de éste. Una “mojada de orejas” imperdonable.

La cosa no fue sencilla. Se robaron los Blancos de Villegas y huyeron con estos, pero en un descuido, y mientras festejaban la hazaña, luego de varias situaciones enojosas, un grupo de soldados de frontera los recuperaron.

Momentáneamente se “salvó el honor”, pero aún hoy en las pampas se habla de la burla que significaba birlarles los famosos caballos en las propias narices del “Toro” Villegas (como le decían los aborígenes).


¿Quién fue el “Toro” Villegas?
Conrado Excelso Villegas, nació en la estancia El Tala (Canelones-Uruguay), en 1841. Inició su carrera militar en la Guerra de la Triple Alianza. Fue miembro de la expedición del General Roca en su “conquista” del desierto.
Bajo las órdenes del General Maldonado libró su primera acción contra los aborígenes de Epumer Rosas en 1871, por lo que le valió el ascenso a Teniente Coronel. A partir de entonces se convirtió en el terror de los aborígenes que habitaban las pampas y la patagonia, a los que combatió en la batalla de Pichi Carhué, en 1872.
Fue nombrado al año siguiente Jefe de Regimiento 3 de Caballería (“el Tres de Fierro). En 1875, se lo designó jefe de la Frontera Oeste.
Al producirse un malón comandado por el cacique Juan José Catriel (asesino de su hermano Cipriano Catriel), invadiendo Tapalqué en 1876, Villegas comenzó una persecución, por orden del entonces Ministro de Guerra, Adolfo Alsina, iniciando el avance hacia el desierto.
Fue así que fundó la actual ciudad de Trenque Lauquen  como avanzada en la lucha por el dominio de las pampas y limitando con las tierras del temido cacique Pincén conocido como “el terror de los fortines”.
A seleccionar la caballada
En 1877, durante la “conquista” del desierto (cómo se llamaba entonces a los territorios dominados por tribus autóctonas), Villegas, Jefe del Regimiento 3 de Caballería, había comprendido que no habría victoria posible sobre los indios si no se contaban con buenos caballos.


Por aquel entonces, el 3 de Caballería, asentaba su campamento en territorios de la actual ciudad de Trenque Lauquen.

Después de dilatadas tratativas con el Gobierno Nacional, comenzó a seleccionar animales. Aprovechó entonces y reunió para su regimiento 6.000 animales de silla.  De ellos, tras lentas y personales selecciones, se quedó con lo mejor, hasta disponer de un lote de 600 "pingos" blancos, tordillos y bayos claros, destinados exclusivamente a servir como reserva para el combate o para una retirada imprevista.
“Tordo plateado o argenteado. Pelo blanсо у reluciente sembrado de pocos pelos negros lo que forma en el caballo un color brillante y lucido como la plata bruñida. Este pelo pasa por bueno y por mejor aun cuando el animal tiene mosqueados el cuello y la parte superior de la cabeza”. Así debían ser los Blancos de Villegas. 
Villegas transformó a los caballos blancos en una obsesión, y finalmente en un mito.  Recibieron instrucción especial, y eran mejor cuidados que los soldados. 
Estos, hasta llegaban a despojarse de su poncho si no tenían manta para cubrirlo en las noches de helada, y resignarse a pasar hambre, en tanto su flete blanco recibía ración de forraje.  
Cuando los soldados se adaptaron a las posibilidades, que por fin tenían al alcance de sus riendas, el 3º de Caballería adquirió fama legendaria, y aún entre los indios se revistió de contornos fantasmales y de leyenda.
La caballería blanca de Villegas caía como una tormenta sobre las huestes Pampas.   Los Blancos de Villegas eran un azote para el indio y un orgullo para los soldados de la frontera.

La “mojada de oreja”
En la noche del 18 de octubre, un grupo valiente de Pampas (*), del cacique Pincen, concibió dar un golpe de audacia al campamento de Villegas, con la intención que el hecho tuviese dos grandes objetivos: sustraerle los caballos blancos, y burlarse de Villegas “en sus propias narices”.

Esa víspera, los caballos habían sido encerrados en un corral, a unos 200 metros del campamento. El corral estaba delimitado únicamente por una zanja bastante profunda y ancha, que la caballada no podía cruzar. Ocho soldados, al mando del Sargento Francisco Carranza, quedaron comisionados para cuidar a los "blancos".
 

La noche era tranquila y nada indicaba la proximidad de los aborígenes. El sueño fue ganando a los hombres de Carranza, y con el fresco de la noche se quedaron dormidos.

Esta fue la oportunidad que aguardaban los Pampas. Se habían estado acercando lentamente sin ser vistos, ni oídos, con el sigilo propio de gente que sabe lo que hace.

Una vez en la zona del corral, hicieron un portillo en el fondo, rellenando la zanja. A continuación, con la habilidad del manejo de la caballada, tomaron las yeguas madrinas sin que se espantaran, y las fueron sacando de a una. Tras ellas, dócilmente, siguieron los caballos de cada tropilla. Así, los seiscientos, sin hacer ruido.

Cuando con la diana, la guardia despertó, se halló con la novedad que los blancos habían sido robados.

(*): La denominación genérica de Pampas incluye en diferentes épocas a Querandíes, Tehuelches, Pehuenches, Ranqueles, Chonecas y Mapuches

El rescate
Solo los presentes en esas circunstancias tuvieron la oportunidad de ver a Villegas realmente furioso. La orden del jefe fue tajante: armar una dotación de 50 hombres, al mando del Mayor Germán Sosa, incluir en ella al Sargento Carranza, y en media hora salir en persecución de los indios.

Si Carranza no se comportaba a la altura de las circunstancias, debía recibir cuatro tiros por la espalda, como se mata a los traidores. Se los racionó con una porción de charqui como para cuatro días, y cien balas por hombre. 

Villegas los vio partir, con la mirada sombría y le dijo al Mayor Sosa, cuando pasaba frente a él: “No se animen a volver sin los blancos”.

Marcharon cuatro horas. Cuando el sol pampeano del mediodía comenzó pesar sobre la tropa y el cansancio sobre las cabalgaduras, acamparon a orillas de la laguna Mari Lauquen. 

El Mayor Sosa dispuso una guardia porque se hallaban ya en territorio dominado por los nativos. Durmieron hasta el atardecer, y reanudaron la marcha no bien entró la noche.

A las diez de la mañana del día siguiente, hicieron alto para acampar. Sosa había marchado silencioso durante toda la noche. Cuando detuvieron la marcha ya había tomado una resolución.

Llamó al Mayor Solís y se la explicó brevemente: continuar esa expedición era conducir el medio centenar de hombres a la muerte, sin beneficio alguno.

El plan era el siguiente:

“Acamparemos y luego saldremos durante la noche con el Sargento Carranza. Iremos solo los dos derecho a enfrentarnos con alguna patrulla de indios con la que nos trabaremos en lucha hasta caer muertos”.

“A la mañana siguiente, cuando perciba nuestra ausencia, debe despachar descubiertas para buscarnos. Volverán sin encontrarnos, o con nuestros cadáveres, y entonces disponga el regreso al campamento”

Mientras tanto envió al Cabo Pardiñas a reconocer un monte, y un bajo que se hallaban próximos, y en los que pensaba establecer el campamento desde el que ejecutaría su plan suicida para salvar a sus demás hombres de las iras de Villegas. 

Pero estaba en el destino, que Sosa no iría a terminar sus días en las trágicas circunstancias que había elegido. Media hora más tarde, regresaba el Cabo Pardiñas, haciendo señas desde lejos. El propio Mayor Sosa le salió al encuentro. Cabía la posibilidad de salvarse, pero a punta de coraje. 

En el monte que desde la distancia Sosa había elegido para acampar, había precisamente instalados unos toldos, y a la orilla de la laguna Loncomay (o Lonquimay), estaban los caballos blancos robados sin ataduras ni cercos que los contengan. Había cabalgado casi 250 km hasta encontrarlos.

Con ellos, una gran caballada que pastoreaba sin vigilancia a la vista, mientras los nativos (más de 80), dormían o festejaban la hazaña. 

Sosa mandó a cambiar los caballos de marcha por los de reserva y en un santiamén, y en el silencio más absoluto se acercó al paso.

El mayor Sosa decidió atacar de inmediato, cuándo todavía contaban con el factor sorpresa.
La forma de atacarlos podía ser ésta: Unos veinte hombres debían atropellar hacia el bajo y arrear las caballadas.  El resto cargaría sobre los toldos para aplastar cualquier intento de reacción.  Había que actuar rápidamente para que nadie del grupo pudiera dar aviso a otras tolderías.
El teniente Alba descargó su ataque con los veinte hombres hacia las caballadas.  Solís encabezó la carga a los toldos.  Los caballos blancos, no bien sintieron el ruido familiar de los sables y los gritos de sus antiguos dueños, se arremolinaron e hicieron punta hacia el camino y el resto de la caballada los siguió.  Nunca arreo tan grande fue reunido en menos tiempo.
Sosa y Solís redujeron a la impotencia a la indiada.  Cayeron sobre ellos como una centella.  El trompa de órdenes tocó llamada y el pelotón al mando de Alba enderezó con los caballos hacia los toldos.  Mudaron caballos e iniciaron el regreso.
La marcha iba a ser lenta.  Había que empujar un arreo importante, y la “chusma” (mujeres y niños aborígenes y cautivas), prisionera. Por eso, 30 hombres se pusieron detrás de la tropa como escolta.  Encima de ellos, una nueva orden terrible: matar al animal que se cansara y seguir adelante.
Sosa ordenó al trompa que tocara "a la carga". La sorpresa de los indios fue inmediata; media hora más tarde, la mayoría de los nativos habían muerto, se rescataron los "blancos" más la caballada de los Pampas, más cientos de prisioneros. Sólo un indio pudo salvarse escapando a un caballo que estaba atado al palenque.

La retirada se dispuso de inmediato, pero una fina columna de humo elevándose en el horizonte indicaba que el "tropillero" de los pampas estaba llamando a otros indios en su auxilio.

Era posible entonces que tuvieran otro encuentro con los nativos, y esta vez no habría sorpresa a favor de la tropa. Apuraron la marcha, pero el arreo era grande y no podían acelerar demasiado el paso, sin que se les desbandara la caballada. 

Promediaba la tarde cuando comenzaron a ver, a sus espaldas, los primeros contingentes indígenas, convocados por la llamada de humo. Para los soldados, el recurso era acercarse lo más posible al campamento, y si era factible, atravesar la famosa Zanja de Alsina, dándolo tiempo al Regimiento a que saliera a defenderlos.

Los Pampas, que también habían comprendido la táctica, querían cortarles a cualquier precio la marcha. 

Caía la tarde cuando una numerosa columna les dio alcance. Corrían de flanco para interponérseles. El comandante Prado (que dejó relatado este episodio en su libro "La guerra al malón"), así describe el episodio: 

"Nahuel Payun en persona (el capitanejo más valiente de Pincén), nos salía a la cruzada. Reunió cincuenta o sesenta indios y se precipitó sobre las caballadas, resuelto a dispersarlas. Antes de llegar tropezó con un grupo que mandaba Sosa y al pretender desviarse cayó bajo los sables del pelotón de Morosini.

El espectáculo debió ser imponente. Nosotros huyendo en una nube de polvo, arreando los animales a punta de lanza, gritando como locos, y allá un poco a la izquierda, la fuerza de Morosini, entreverada a sable con el malón, en un infierno de alaridos, en medio del estruendo de las armas, forcejeando los milicos por contener la horda ciega de ira y sedienta de venganza".
  
Cuando el ataque fue rechazado, mudaron los caballos y apretaron la marcha con desesperación. Un nuevo ataque fue rechazado. A medianoche hicieron una hora de alto, y luego continuaron la marcha. Los nativos, en tanto, los seguían a prudente distancia, pero no atinaban a cargarlos nuevamente. 

El regreso
Poco antes de llegar al campamento, Sosa dispuso cambiar caballos. Los soldados montaron los blancos. Y así entraron a Trenque Lauquen. 

Marchaban alineados, al tranco, y Sosa pasó con la columna, polvorienta y victoriosa, frente a la comandancia. Desde el vano de la puerta Villegas los vio pasar, silencioso.

Sin duda presentía que, a pesar de haber sido vengada la audacia de los indios, el episodio del robo de “sus” blancos correría por toda la pampa como una burla gritada, acaso una de las últimas que se permitían los nativos.
Al iniciarse otra incursión contra el mismo cacique por orden de Roca, terminó por hacerlo prisionero en 1878 al combatir en el frente Licaucha Luan-Lauquen, sometiendo a otros caciques con sus familias y aborígenes guerreros.
La conducta de Villegas en batalla le valió el sobrenombre de sus soldados con “el bravo” o “el tigre”, y por parte de los aborígenes “el toro”.



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